Pompier y la luna

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Vista panorámica del piloto James B. Irwin del módulo lunar del Apolo 15, utilizando una primicia para hacer una zanja en el suelo lunar durante la segunda caminata lunar de la misión.

Hay una poderosa actualidad en este debut de Pompier que, como las pisadas selenitas de Neil Amstrong, también cumple medio siglo: están en él la risa y la broma, la biblioteca devenida en una trampa y la enciclopedia convertida en un mundo muerto, acaso un mausoleo de palabras y metáforas extintas.


Me paso la tarde del domingo leyendo viejas revistas chilenas de la década del sesenta y setenta. Busco algo que las conecte con la interminable lista de imágenes de la llegada del hombre a la Luna, que hemos visto esta semana en todos los medios de comunicación posibles. De este modo, paseo por las páginas de Cormorán, La Quinta Rueda o Árbol de Letras buscando señales de ese mundo flamante de astronautas y cohetes, de esplendor científico, de fotos de la Tierra sacadas desde el espacio y me topo con rostros familiares, con fragmentos de un Chile de hace medio siglo que parece otro planeta.

Encuentro poco y nada pero me detengo en el nº 1 de Cormorán (agosto de 1969), que trae noticias sobre arte, cine y política, textos de Alfonso Calderón sobre Updike y Mailer, avisos de encuentros de escritores y un debate sobre Obra gruesa, de Nicanor Parra donde participan Lihn, Lastra y Luis Oyarzún, entre varios. Lo más relevante es que también aparece ahí el debut de Gerardo de Pompier, el personaje creado y escrito por Enrique Lihn y Germán Marín que eran, además, director y jefe de redacción de la revista.

Pompier es un caso extraño de las letras chilenas: un avatar inesperado de sus autores que les servía para burlarse del mundo o, mejor dicho, de los modos de narrarlo. Anacrónico y voluntariamente perdido en el mundo y el arte, con el paso de los años Lihn lo empezó a usar como una máscara de guerra que repitió en performances, novelas y actos públicos, siempre desdoblado de sí mismo, siempre consciente de que había en él una estética del fracaso que era un suerte de poética de la levedad, cuyo estilo se sintetizaba en un barroco del chamullo tan chileno como patético. Dice Cormorán en su presentación: "La vida y obra de Gerardo de Pompier, nacido en 1900, en Santiago habla de la secreta y apasionada vocación de un escritor desconocido. En 1918, al salir de la Escuela Militar, por razones no enteramente dilucidadas por su biografía, pero que suelen ser atribuidas a la exaltación y al sonambulismo de su carácter, viajó por primera vez a Francia, a proyectar sus estudios: egiptología y matemáticas superiores. Pero fiel al espíritu de su época, desechó la ordenada de existencia del internado de Jesús comenzando a vivir la bohemia artística de aquellos años en los que alterno con figuras tales como André Breton y Antonio de Pedro y Dufflot".

Hay más en esa hagiografía delirante. Pompier regresó a Chile, se casó, se fue a vivir un fundo cerca de Melipilla y quedó viudo luego de un terremoto. Dueño de una obra de culto literalmente desenterrada, se trata de alguien que ha "encarnado el orgulloso desafío de una agitación literaria propia de nuestra época" y cuya literatura "se emparenta misteriosamente con la narrativa latinoamericana actual, en especial con autores como José Lezama Lima; bien que el humor conjeturable de Gerardo de Pompier, asuma una trascendencia que lo asemeja a Julio Cortázar, como veremos".

Por supuesto, Marín y Lihn se atreven a probar con no poca sorna la valía literaria de este autor desconocido. La broma da para harto; la revista incluye el fragmento de un libro falso llamado El arte de nadar, que es una pequeña historia de la natación como si fuese una disciplina militar. Ahí, Pompier, por ejemplo, cuenta que "Saint Simon nos enseña que el gran siglo de Luis XIV era sucio. En cambio, los aborrecidos filósofos del siglo XVIII  han propagado la natación y la limpieza. Las pesadas armaduras de la Edad Media habían quitado a los caballeros la idea de perder el tiempo en la natación, que era inútil. Pero la invención de la pólvora, que acabó con la caballería, introduciendo en los ejércitos el elemento campesino, o nacional, trajo, entre muchas otras ventajas, la resurrección del arte de nadar. A pesar de su pesada armadura, el villano no desdeñaba echarse a nadar para salvarse o perseguir al enemigo".

Parodia de, entre muchos, los aspavientos afrancesados Huidobro, Emar o Braulio Arenas (del que también se burlaría Raúl Ruiz en "Nadie dijo nada") pero también de la pompa y la siutiquería de la literatura en general, Pompier ejercita como un estilo hecho de puro vacío, laberíntico en su paseo por la nada. Por lo mismo, hay una poderosa actualidad en este debut de Pompier que, como las pisadas selenitas de Neil Amstrong, también cumple medio siglo: están en él la risa y la broma, la biblioteca devenida en una trampa y la enciclopedia convertida en un mundo muerto, acaso un mausoleo de palabras y metáforas extintas. Es como si Marín y Lihn viesen en él un escudo pasajero a la gravedad del debate literario pero también a la realidad inmediata, ese mundo cuyos horizontes eran cada vez más pequeños porque ya ni quisiera la luna o el espacio suponían una aventura, ya habían sido conquistados.

Por supuesto, me hubiera gustado saber qué hubiese pensando Pompier acerca de la llegada del hombre a la Luna. Como si aquello pusiese en entredicho la épica para devolverla como película muda o como una ciencia hecha de cartón piedra; estaba ahí el tema perfecto para un poema perdido e inútil, acaso una oda o el aullido de un perro con la voz delgada; o una novelita sobre el quejido que se escucha dentro de un sueño, quizás.

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