Revistas de monitos

Revista editorial Columba

Antes de las películas Marvel, antes del Batman de Nolan, antes de las tiendas especializadas de cómic y antes incluso de que se les llamara historietas, uno hablaba de revistas de monitos. Uno hablaba de D'artagnan, Nippur Magnum y Fantasía.


Mi viejo tenía (o tiene) un montón de dichos. "Eso va a pasar cuando las gallinas meen" era uno. "Si los chanchos volaran" era otro. Y uno muy popular en su círculo era una pregunta, sobre todo en relación a temas económicos: "¿Creís que soy Mandrake el Mago?". Abro mencionando a mi viejo porque creo –no podría jurarlo- que él fue la primera persona a la que vi leer una revista de historietas en mi vida.

No era una aventura de Batman ni de Thor. Ni siquiera se trataba de algo tan prestigioso como el mismo Mandrake el Mago o El Fantasma, dos personajes cuyas historietas, por alguna razón extraña, aparecían en los diarios en tiras breves arriba del puzzle o del horóscopo. Lo que vi leer a mi viejo esa vez fue una revista de la editorial Columba.

Columba fue, desde 1928 hasta fines del siglo XX, un imperio familiar que fundó varias publicaciones en Argentina y cuyos tentáculos (en el buen y el mal sentido) se extendieron por varios países de Sudamérica. A la editorial Columba pertenecieron títulos legendarios como El Tony, D'artagnan, Fantasía y Nippur Magnum. Fue una fábrica de salchichas comiqueras por donde pasaron artistas como Luis Olivera, Ricardo Villagrán, Cacho Mandrafina y el legendario y ubicuo guionista Robin Wood.

¿Cómo llegaban esas revistas a Chile? Ni idea. Aparecían en los kioskos, maltratadas, añejas, de segunda mano. Jamás vi una copia nueva de una revista de la Columba. No se publicitaban en los diarios. No eran prestigiosas. Pertenecían al mundo de las novelas de vaqueros, colgadas arriba de la ventanilla del kiosko, entre los álbumes de Artecrom y las sórdidas aventuras de Tamakún.

Estaban impresas en un papel infame. Las más antiguas venían en blanco y negro. Sus personajes (guerreros babilónicos, pistoleros del Viejo Oeste, policías futuristas, miserables soldados de la pampa) no decían garabatos. Cuando uno de ellos se frustraba o recibía un balazo, gritaba "Porquería".

Leer las revistas de la Columba en Chile era tratar de seguir una historia que alguien te cuenta desde un tren en movimiento bajo la lluvia. No había continuidad posible. Lo que uno entendía es que en esos mundos siempre trágicos y siempre violentos latían retazos del mundo adulto que no se asomaban ni por casualidad en los dibujos animados o en las series gringas de la Franja de Acción.

Había tensión sexual. Había crueldad (enorme crueldad, sobre todo cuando quien escribía la aventura era Robin Wood). Había suficiente triquiñuela militar y cálculo político para alimentar sesenta temporadas de Game of Thrones. Con los años me enteré que las revistas de la Columba eran muy mal miradas por muchos lectores argentinos.

Se las consideraba rascas, reaccionarias, hechas a la rápida. La editorial, como muchos negocios latinoamericanos, no era particularmente dadivosa ni justa a la hora de tratar con sus artistas. No me cabe duda de que las quejas y malas memorias de muchos de ellos son justas y necesarias.

Y sin embargo: qué grandes recuerdos tengo de esas historias. Pensé en ellas mientras toleraba la maratón colorinche de Avengers: Endgame y volví a pensar en ellas con la última temporada de Game of Thrones. Ambas (la película y la serie) son narrativas hiperinfladas y autoconscientes de su importancia, de su lugar en la cultura popular, de las expectativas que millones de espectadores tienen respecto a sus desenlaces.

Nada de eso existía en las sagas de personajes Columba como Nippur de Lagash o el guerrero shaolín Harry White. Eran hombres que miraban las guerras e invasiones que les rodeaban como tormentas que había que capear. Desde el dibujo hasta los textos de cierre, las suyas eran aventuras pequeñas, de a pie, sin mayor ambición que hacerte pasar las páginas.

Eran historietas sin mucho espacio para el matiz o la alusión política dura. La cantidad pesaba harto más que la calidad en esas páginas. Los diálogos a veces parecían traducidos directamente del inglés en un español canallesco, que tenía acento argentino, pero que intentaba lucir universal.

Los temas eran siempre los mismos: la injusticia de la miseria, el abuso de los poderosos, el hombre violento y heroico que se mantiene virtuoso gracias a su falta de ambición y su necesidad de ayuda a los débiles. Era una moral sencilla para un producto sencillo.

Y sin embargo, de nuevo: nunca fui tan feliz leyendo como cuando leí las revistas de monitos de la Columba. Quizás porque era muy niño y a esa edad la violencia y la justicia son las únicas dos temáticas que cautivan la imaginación. Quizás porque me gustaban los dibujos de Mandrafina, ese artista cuyos hombres tiroteados parecían saltar de la página y agonizar al lado de uno.

Quizás porque me caía bien Dago, el personaje de Robin Wood: un veneciano del siglo XVI cuya familia es masacrada y que es vendido como esclavo por los otomanos. Que recorre Oriente convertido en el jenízaro negro, ganando el respeto y el temor de muchos y que en un momento de sus aventuras incluso se encuentra con Vlad Tepes, el hombre que inspiró la leyenda de Drácula. Dago, el personaje de rostro cruel y brazos de acero que en uno de los episodios le dice a un rey: "No necesito tu oro porque para riquezas ya tengo el desierto. Y no necesito tus honores porque para felicidad ya tengo la aventura".

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