Su nombre es peligro

Lemebel
Retrato de Pedro Lemebel del año 2000, capturado por la documentalista Joanna Reposi.

No lo habíamos olvidado pero no está demás recordarlo. En realidad nunca dejó de serlo. Ese es su triunfo: que se nieguen a leerlo es la victoria de su literatura, explica su importancia de modo fulgurante.


Alejandra Ugarte escribe con un lápiz labial en el vidrio. La gente mira de afuera. Graba. Su performance ha comenzado minutos antes en otro lugar: afuera de una iglesia en ruinas. Ella se rasga la ropa. Trata de prenderle fuego a algo en el suelo. Hay unos zapatos rojos en el suelo, quizás son los tacones de un fantasma. La iglesia está cercada por una reja. Cualquier sacralidad es una broma, restos de una fe demolida, pobre y desolada. El barroco de Santiago, pienso. Ugarte avanza. Su performance está construida sobre una colección de gestos privados; signos perdidos que hay que descifrar en una tarde de verano. Todos la miran, la siguen. El público del primer Festival Lemebel camina silencioso detrás de ella. Entra en la biblioteca. Va desnuda de la cintura para arriba, sus ropas son solo harapos, simulan ser los restos de una fiesta perdida. Entonces, agarra un pintalabios con la boca y escribe al revés, para que se lea desde afuera: PEDRO MARDONES LEMEBEL. Lo hace lento, es un trabajo dificultoso, se aplasta contra el vidrio. Cuando termina, borra con la lengua la palabra "Mardones" que queda convertida en una mancha, una huella, un vitral imposible hecho de una tachadura bermellón.

No dejo de pensar en ese evento (realizado en diciembre pasado en la Biblioteca Pedro Lemebel de Recoleta) estos días, en que se cumplen cuatro años de su muerte. Hace unas semanas se supo que había sido despedido el profesor que había hecho leer "La esquina es mi corazón" en un liceo de Independencia. El caso ya había salido en las noticias y fue terrible y triste. Los estudiantes de un curso se negaron a acercarse al libro, explotó la homofobia y la intolerancia por todos lados (ya sea alumnos, docentes, autoridades, políticos), amén de todas las malas decisiones que quienes dirigen un colegio pueden llegar a tomar. De este modo, Lemebel volvió a ser, por un rato, motivo de escándalo y debate acerca de la obligatoriedad de ciertas lecturas escolares pero sobre todo sobre qué sentido tiene enseñar poesía (porque eso hacía Lemebel entre muchas cosas: poesía hecha con los ecos de la calle) en un mundo donde la moda de los prejuicios y los lugares comunes sostienen que debemos prescindir de ella. Mal que mal, en el liceo San Francisco de Quito, despojado de cualquier interpretación crítica o consoladora, sus crónicas se presentaron a la intemperie de la mirada de un lector, vivas y furiosas.

Lemebel era peligroso.

No lo habíamos olvidado pero no está demás recordarlo. En realidad nunca dejó de serlo. Ese es su triunfo: que se nieguen a leerlo es la victoria de su literatura, explica su importancia de modo fulgurante. Quizás esto se deba a que "los escritos de Pedro se vuelven memoria al oponerse al (buscado) olvido, al oponerse a la nada, a la impunidad del silencio, de la falta de justicia, de la agresividad y las violencia; al oponerse al poder y los poderes", como bien dice Soledad Bianchi en "Lemebel" (Montacerdos), la colección con los ensayos que escribió acerca de su obra a partir de 1995.

Mapa perfecto e inevitable sobre su literatura, entre muchas cosas, el libro de Bianchi detalla la historia de cómo se lo leyó y qué sentido tuvo aquello, cómo construyó su estilo para llegar a ocupar "con firmeza, un espacio en la literatura chilena, enriqueciéndola con sus -siempre alertas- narraciones de plumazos neobarrochos". Pero también el libro es la despedida de un amigo, esa clase de escritura que solo puede entenderse como una elegía. Por lo mismo, abre con "Lemebel de reojo", las memorias privadas de Bianchi acerca de Lemebel desplegadas en una crónica tan sentida como caústica.

Ahí la mirada lúcida de la crítica se cruza con la de la cronista irónica y el retrato del amigo se une al del país como si fuesen uno solo, atravesando el under de Santiago, la complicidad feroz de Francisco Casas, la estética de las Yeguas del Apocalipsis, la música popular sonando de fondo, la risa, las pieles rotas, las estolas, la noche, las confesiones, los murmullos, el cariño y la fiesta, sobre todo la fiesta. Así detalla momentos, viñetas, uniendo las piezas sueltas para recordarlo, constatando que su literatura sigue urgente, pues a cuatro años de su partida y en un momento donde cierta literatura, con suerte, sueña con ser un selfie de las angustias del yo antes que un reflejo que abarca o inventa lo que sucede en el mundo, vale la pena releer a Lemebel pues el suyo es un arte donde la palabra (en su fragilidad, violencia y ternura) existe como otro de los materiales donde construimos una casa común.

Para terminar, anoto un momento en los muchos que relata: en 1989, Bianchi y su pareja, el artista Guillermo Núñez, asistieron a una actividad en el Teatro Cariola, un acto de apoyo del mundo de la cultura para Patricio Aylwin, entonces candidato presidencial. Escribe Bianchi: "Cuando estábamos a la espera de mostrar nuestras invitaciones, divisamos a Pedro y Pancho, arropadísimos y con abrigos o impermeables largos, muy cerrados. Se nos acercaron y nos pidieron entrar con nosotros. Supimos que algo planeaban y que sería interesante y trastocador: indispensable por lo demás, para un momento de una seriedad desmedida y poco desborde, donde primaba la moderación y la mesura y todo debía ser prudente, contenido, en la norma y 'en la medida de lo posible' (…) De pronto, interrumpiendo el programa, Las Yeguas, en trajes de baño femeninos, ocuparon el escenario. 'Homosexuales por el cambio', decía el letrero que despegaron. Por más que hago memoria, solo percibo la cara de espanto y fastidio del publicista y actor Jaime Celedón, quien, sentado en la fila de delante, girándose a Guillermo, opinaba, confundido, que a esos 'dos infiltrados' deberían expulsarlos de la sala por hacerle un flaco favor a la democracia (…) Y ante la sorpresa general, algunos aplaudimos a rabiar, y todos cuchicheaban, sin comprender mucho. Resulta muy gracioso ver la foto de la acción: '¿De qué se ríe, presidente?', y el semblante de los políticos de la primera fila, donde destaca la sonrisa-mueca de Aylwin, ese gesto imborrable que no lo abandonaba nunca".

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