Por Antoni Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación @antonigr www.gutierrez-rubi.es

Los 100 días del gobierno de Gabriel Boric se dan en un contexto global en que la relación del tiempo con la política democrática es cada vez más compleja de gestionar. Si hablamos de relaciones amorosas, el inicio de un romance es determinante a la hora de mantener el equilibrio y las expectativas. Durante las primeras semanas o meses es más probable que seamos indulgentes, comprensivos y pacientes, si el retorno que esperábamos no llega como nos imaginamos. Siguiendo en este campo, incluso, podemos pensar en aquellas parejas que se comprometen y viven su luna de miel especial, cuando todo es color de rosa. Podemos visualizar hasta un viaje, que se convierte en una situación y contexto extraordinarios y casi incomparables con la rutina que precedió a la etapa de conocerse y a lo que sucederá después.

En política, esa luna de miel es el período en que los Presidentes gozan de mayor capital político, en el que las promesas de campaña siguen en el imaginario, donde todavía se vive en el terreno de las expectativas y aún no se puede exigir un retorno concreto. Un tiempo en el que existe un acuerdo tácito de no agresión. Como el viaje de muchos enamorados, un momento excepcional. En una sociedad, global, en que la inmediatez se ha convertido en norma, donde los apoyos son efímeros y la confianza social cada vez es más difícil de establecer y, sobre todo, de mantener, parece que las lunas de miel políticas son cada vez más cortas.

Según un estudio de Gallup, años atrás ya se advertía esta tendencia. En Estados Unidos las lunas de miel presidenciales son cada vez más breves. Tradicionalmente, duraban 26 meses en promedio, pero en las últimas décadas del siglo XX, se observó que se habían reducido a tan solo 7 meses. En la actualidad, parece que 7 meses son muchos, y, en Chile, una eternidad.

A pesar de las particularidades de cada país, y de la época excepcional que estamos viviendo, pandemia mediante, uno de los mayores desafíos de la política actual es su relación con un bien muy escaso hoy en día: el tiempo. No hay espacio para las transiciones ni para la maduración de las decisiones. Todo tiene que ser inmediato e instantáneo. Y, en esta exigencia de democracia instantánea, perdemos las referencias causales; lo importante pasa a ser la rapidez de respuesta y no el resultado final.

En este período de fatiga generalizada, si de la política no se obtiene recompensa inmediata, entramos en un estado de frustración, ansiedad y descontento muy peligroso para la calidad democrática. Sobrepasado por lo contingente, el peligro es que el tiempo ha dejado de ser garantía de calidad. Obviamente en política, la rapidez es necesaria e imprescindible; pero la turbopolítica puede ser un grave problema si los líderes y las sociedades sucumben al ‘ranking’ digital, a la demoscopia casi diaria y a la actividad frenética como gran ordenador de su futuro.

Lo que es urgente es devolverle al proceso político el carácter reflexivo que toda decisión merece. Desacelerar para gestionar lo público desde el análisis y la reflexión. Volver a poner en valor el tiempo, con mayúscula, para recuperar el carácter transformador de la política democrática.