Columna de Óscar Contardo: ¡Quemen a la bruja!




Hay cambios que pueden pasar inadvertidos hasta que algo revienta, remece la escena y cae un telón que deja al descubierto lo que había estado ocurriendo sin que lo notáramos. Algo así tuvo lugar en Brasil a principios de noviembre pasado, cuando la filósofa norteamericana Judith Butler acudió a una conferencia en Sao Paulo. Butler es un nombre clave en círculos académicos, principalmente por sus trabajos sobre sexo, género y política; una intelectual de renombre, pero no un personaje popular al punto de aparecer con frecuencia en televisión o provocar aglomeraciones. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió durante aquella visita a Sao Paulo. Desde que llegó a Brasil, la autora debió enfrentar el revuelo nacional que provocó su presencia. El interés que despertó en la opinión pública no era por conocer más sobre sus reflexiones, sino por la campaña que en su contra organizaron miles de evangélicos fundamentalistas. Los grupos ultraconservadores cristianos usaron todos los medios disponibles -sólo la Iglesia Universal tiene más de 20 canales de televisión y otras tantas radios- y a los líderes de una bancada parlamentaria confesional, que cuenta con 87 diputados y dos senadores, para atacar a Butler. Una alianza religiosa, económica -el negocio de la fe es una industria en Brasil- y política manifestándose en plenitud.

Repentinamente, Butler se convirtió en un tema de alarma pública.

Los mismos grupos político-religiosos que habían pedido que Dilma Rousseff dimitiera, ahora pedían que Judith Butler no hablara. Exigían que su conferencia fuera cancelada. En sus comunicados no mencionaban la obra de la intelectual, no citaban ni un párrafo de sus libros, pero resumían mañosamente su trabajo filosófico en una síntesis apta para usarla como un eslogan para esparcir rechazo. Decían, por ejemplo, que ella era "la creadora de la ideología de género" y que su objetivo era dañar a los niños. Para ilustrar sus propósitos hicieron circular un video por redes sociales que mostraba a una profesora obligando a un chico a pintarse los labios. En eso consistía el pensamiento de Butler.

El diputado evangélico Marco Feliciano -célebre por sostener que los descendientes de africanos son personas malditas y los gays incitan al crimen- denunciaba que el objetivo de Butler era destruir la familia. A las declaraciones y protestas se sumó una campaña de recolección de firmas organizada por la plataforma religiosa española Hazte Oír-CitizenGo. Esta organización es la misma que trajo a Chile el llamado "Bus de la Libertad", transformando, de paso, en personaje público a Marcela Aranda, la mujer que asesora a parlamentarios chilenos para frenar el avance en la legislación de derechos humanos. A través de la plataforma se reunieron más de 300 mil firmas que pedían que Judith Butler fuera censurada, que sus ideas fueran prohibidas.

El día de la conferencia llegaron cientos de manifestantes hasta las puertas del edificio en donde se organizaba el encuentro. Llevaban carteles con una foto del rostro de Butler tachado y otros con leyendas difamatorias en su contra. La acusaban de promover aberraciones. Un grupo llevó un muñeco hechizo que representaba a la norteamericana. Le prendieron fuego para atraer a las cámaras. En el interior, la conferencia comenzó con el discurso de uno de los anfitriones, quien dijo que pocos simposios realizados en Brasil habían recibido tantas amenazas y presiones.

Butler partió su conferencia agradeciendo a los organizadores haber soportado las hostilidades.

En medio del remolino de incidentes pasó casi inadvertido un detalle: el tema principal del simposio no era el género, tampoco el feminismo ni la teoría queer, sino la democracia en los tiempos que corren. Durante su intervención -de la que poco se habló en los medios-, Judith Butler dijo: "La democracia es una lucha continua para resistir las fuerzas políticas que censuran nuestras palabras, controlan nuestra libertad, condenan nuestros afectos y nuestras vidas y que reproducen legados de violencia y dominación".

Afuera, el muñeco que representaba ardía y alguien gritaba: "¡Quemen a la bruja!".

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