Histórico

Crítica de cine: Vivir y morir en Nápoles

Gomorra, la novela/reportaje que costó a su autor una sentencia de muerte, se convirtió en una película que está entre lo más notable del año.

Desmenuzando la realidad sensible en una mirada que no se deja seducir ni por la retórica ni por una pretendida objetividad, esta es una película donde la Camorra, la legendaria organización criminal napolitana, no dice su nombre. En Nápoles es preferible no pronuncarlo. Y aunque cuenta cinco historias mucho mejor que la mayoría de las cintas que se dicen "corales", no se ocupa esa palabreja para describirla, ocupada como está en dar un espesor a los lugares donde siempre la violencia irrumpe. Basada en el reportaje de Roberto Saviano, y con el propio periodista como coautor del guión, sin duda tal precedente le sirvió a la hora de hacer ruido en festivales. Pero Gomorra no necesita apoyarse en esa ni otras muletas para afirmarse como un estreno notable del último tiempo.

Al igual que Angela (2002) y Certi bambini (2004), esta cinta premiada en Cannes vuelve a evidenciar que el cine italiano difiere de Hollywood al abordar el crimen organizado, aunque no nos enteremos: a ras de piso, sin las sofisticaciones ni las idealizaciones grabadas a fuego en El Padrino o Los buenos muchachos. Pero una película como Caracortada, de Brian Palma, es el referente de los dos muchachos que llevan el hilo de una de las historias: Marco y Ciro, que andarán por los 20 años, quieren ser como Tony Montana, el personaje de Al Pacino. Bravuconean, desobedecen, aspiran a ser sus propios jefes. Y así les va.

El relato también está poblado por Totó, un niño que hace lo que sea por entrar a la Camorra; Don Pasquale, modisto que trabaja desde siempre para un tipo turbio y que ha aceptado un "pituto" que revela el lado menos chic de la alta costura; Don Ciro, "el pagador" que debe ir a meterse donde las papas queman para compensar fidelidades, y Franco, un señor moderno y simpático en el trato, encargado de un negocio de desechos tóxicos. Este último, más que nada por hacer un favor, recluta a un graduado universitario, pariente lejano de algún personaje de Sidney Lumet, que hará las veces de conciencia moral.

Sólo terminada Gomorra, se nos informa que la Camorra ha matado más personas que ninguna organización terrorista o delictual y que en el peliagudo barrio  de Scampia -donde se filmó buena parte de la cinta- un solo clan factura 500 mil euros diarios en droga. En circunstancias habituales, esta sería la información tremendista para impactar allí donde la película no hizo mayor daño. Pero quien vea Gomorra sabrá que aquí la cosa es más compleja y que el dato es el frío correlato del contacto con el horror.

Garrone dijo que el material con que trabajó era "visualmente tan poderosa, que simplemente la filmé del modo más franco y sencillo posible, como si yo fuera un transeúnte que pasa por allí casualmente". Se le crea o no, la aparente ausencia de punto de vista es más bien el enmudecimiento ante un mundo avasallador donde mandan los fuertes y el resto sobrevive, a distancia de un estado ausente y desacreditado. De ahí sale una película que no habíamos visto ni volveremos a ver.

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