¿Qué hay de nuevo, Hitchcock?

Dos libros biográficos se sumergen en el vasto universo del cineasta británico, cuya vida es nuevamente sometida a escrutinio: desde su formación religiosa hasta los paralelos con Dickens, sin olvidar su propensión a las bromas pesadas.




LoS 35 años transcurridos desde la muerte de Sir Alfred Joseph Hitchcock, que se cumplen en diez días, han dado cuenta de una sostenida glorificación. Tanto a nivel de la mediósfera contemporánea y de los ciudadanos de a pie (el mote de "mago del suspenso" le evoca a cualquiera su figura oronda) como  de cinéfilos y críticos, de cineastas y académicos (en 2012 Vértigo destronó a Ciudadano Kane en la referencial encuesta de la revista Sight&Sound), Hitchcock sigue muy presente entre nosotros. En eso no hay suspenso.

Menos previsible o manejable, a lo largo de este tiempo, ha sido la imagen pública y la idea que nos seguimos forjando del realizador de Psicosis. En vida, ese ítem corrió normalmente por su propia cuenta y no por nada lo situaron junto a Dalí entre los más hábiles promotores de sí mismos en el ámbito del arte y la entretención: incluso un libro tan prestigioso y validado como el de las conversaciones con su colega François Truffaut (El cine según Hitchcock, 1967, llamado también el "Hitchbook") no es muy ajeno al control que el cineasta tenía sobre sus propias películas. Pero después fue distinto.

Donald Spoto dio el primer zarpazo post mortem en 1983 con Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio: si bien aporta percepciones lúcidas (p.ej., que el cineasta reclutó a Jim Stewart para retratarse a sí mismo y a Cary Grant para dibujar al tipo que quería ser), perfiló ante todo a un hombre perturbado y temible que se comportó abusivamente con sus actrices y volcó sus demonios a la pantalla. Dos décadas más tarde, y prometiendo ponderación desde el propio título -Alfred Hitchcock: Una vida de luces y sombras-, Patrick McGilligan ofreció un volumen grueso y erudito, amén de exhaustivo. Por más que no aportara grandes novedades (y que ventilara una presunta impotencia sexual del realizador).

En las últimas semanas, regresa nuevamente el cineasta cuyo nombre figuraba en las marquesinas antes incluso que el título de sus películas. Y por partida doble: un celebrado biógrafo de escritores y un crítico literario se animaron a hurgar en su vida y obra, pariendo volúmenes más bien escuetos y desprovistos de revelaciones que detengan las prensas, pero no por eso menos dignos de consideración: Alfred Hitchcock, de Peter Ackroyd, y Alfred Hitchcock: The man who knew too much, de Michael Wood.

SOMBRAS DE NUEVAS DUDAS

El más llamativo y esperado de los dos libros es el de Ackroyd, que según The Irish Times es "uno de los pocos biógrafos en actividad digno de su propia biografía". El escritor inglés no sólo cuenta con sustanciosos volúmenes acerca de T.S. Eliot, Ezra Pound, Charles Dickens y otros. Su libro sobre Hitchcock es el último de una serie de Vidas Breves que ya ha incorporado a Geoffrey Chaucer, Edgar Allan Poe y Charles Chaplin. Eso sí, su solvencia con las vidas ajenas es sólo comparable a sus acabados conocimientos de la historia de Londres, la cuna de Hitchcock y a la que de hecho ya dedicó una biografía, tal como lo hizo con el río Támesis.

Las primeras de las 288 páginas se valen de Henry James y Thomas De Quincey para evocar la vida a principios de siglo en Limehouse, el popular distrito londinense de una "humanidad empobrecida" donde llegó a vivir "Alfie" tras pasar sus seis primeros años en Leytonstone, donde nació en 1899 y donde su padre oficiaba de verdulero. En este ambiente, prosigue Ackroyd, Hitchcock desarrolló su "visión cockney del mundo" en la que el terror y la comedia se entremezclan. Como en Chaplin y como en Dickens. El autor de Oliver Twist asoma acá, por lo demás, como un alma gemela del cineasta: "Ambos fueron fantasistas que insistieron en el detalle meticuloso a la hora de desplegar sus intrigas; ambos se balancearon entre el arte y el comercio, con un gusto aguzado para generar dinero".

Como lo han hecho otros colegas, pero acaso un poco más (ambos fueron criados en hogares católicos londinenses de clase media-baja), Ackroyd destaca la educación jesuita del cineasta, enfatizando la atmósfera de "misterio espiritual" que de modo escalofriante se convierte en parte integral de sus películas. Su formación religiosa ilumina mucho más de lo que se ha dicho, parece señalar, su "sentido trémulo de la culpa". Asimismo, el biógrafo ve a su biografiado como un caso para tratamiento freudiano. Uno que asumió que sus neurosis eran universales.

Más pedestre, aunque en absoluto desconectada de lo anterior, fue la dependencia respecto de Alma Reville, su única esposa y, en apariencia, la única mujer con la que intimó en su vida (es decidor el pasaje que lo describe insomne y nervioso en Londres, en 1943, mientras las bombas caen en la ciudad y él está separado por un océano de Alma). O su tendencia a los chistes pesados: en cierta ocasión ofreció una cena para la actriz Gertrude Lawrence en la que toda la comida estaba teñida de azul. En otra oportunidad organizó una fiesta de fin de rodaje para 40 personas… en un espacio donde sólo cabían doce. "El quería ser un maestro en un nivel y causar daño en otro", concluye Ackroyd.

Otra entrada propone el libro de Wood, cuyas 144 páginas hablan más de un ensayo biográfico que de una biografía en el sentido habitual. El autor, profesor de literatura comparada en Princeton, llega a Hitchcock tras haber publicado acerca de Samuel Beckett, Italo Calvino y Vladimir Nabokov. Y hay quien dice que dibujó al autor de Intriga internacional a su imagen y semejanza. En vez del Hitchcock orquestador de pánicos masivos que calibra los efectos para cada uno de sus movimientos, asoma un Hitchcock modernista, incluso un borgiano posmoderno. La suspicacia o la dubitación, expresadas en títulos como Sospecha y La sombra de una duda, hablan de temas posiblemente inabarcables y ciertamente insolubles para el venerado director. De ahí su interés.

Igualmente, para Wood sus películas diseminan una incomodidad más sicológica que teológica. Hitchcock, prosigue un argumento bastante posmo, aprovecha "recursos de especulación" que manchan sus finales felices. ¿Qué tal si los héroes de Rebecca y Sospecha, ambos liberados de responsabilidad criminal para complacer a los censores, hubieran sido asesinos después de todo, tal como lo eran en los libros que Hitchcock adaptó? Más preguntas para nuevas biografías.

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