A la distancia

Un carro lanzagua de Carabineros fue quemado en el sector cercano a Plaza Italia.


Un fenómeno lejano, mediático, que tangencialmente puede alterar una rutina cotidiana y agregar algo de estrés, pero cuyo impacto directo es por definición un drama ajeno. En rigor, así ha sido la violencia para la mayoría de la élite que vive en los sectores acomodados de Santiago; zonas donde no hay saqueos, ni incendios intencionales, ni alteración del orden público, ni destrucción del entorno urbano. Se ha dicho y es bueno repetirlo: no ha habido nada más “clasista” que la violencia de estos meses, expresión de un fenómeno social que muchos políticos e intelectuales dicen no estar dispuestos a “criminalizar”, cuando no han sido ellos, sino la gente más modesta y vulnerable la que sufre sus consecuencias.

Es políticamente incorrecto, pero vale la pena preguntar: ¿Y si lo que lleva meses pasando en Puente Alto, Maipú, Quilicura, Antofagasta o Concepción hubiera ocurrido también en las comunas de altos ingresos, estaríamos hoy donde mismo? ¿Si la élite económica y sobre todo política se quedara de pronto sin sus cines, sus supermercados, sus malls y sus restoranes, el tono y el contenido de la polémica que hemos tenido en estos meses sobre la violencia habría sido igual? ¿La reacción de los partidos, de los analistas y académicos, de los medios de comunicación, respondería a las mismas coordenadas que hemos observado hasta ahora? La respuesta es obvia, por eso hemos preferido esquivar este tipo de preguntas.

Al final del día, para los que tenemos el cine, la farmacia y el supermercado a la mano e intactos, para los que -al menos hasta ahora- escasamente hemos visto alterado el desplazamiento por la ciudad, las disquisiciones éticas o políticas sobre la violencia resultan bastante cómodas; es fácil rechazarla y exigir condenas a los otros; y es también muy fácil encontrarle justificación o “razones” sociológicas. En síntesis, una de las más despiadadas segregaciones que empieza a instalarse entre nosotros es la asociada a la normalización de la violencia, una realidad que resume a la perfección la carga de inequidad que encarna este tipo de fenómenos.

Los que llevan meses sin estaciones de Metro, sin supermercado o sin farmacia, los que han visto su patrimonio y el esfuerzo de su vida destruidos, los que han perdido sus ojos en las manifestaciones o padecido abuso policial en alguna comisaría, no pueden darse el lujo de rechazar, justificar o relativizar la gravedad de la violencia. La han sufrido y la seguirán sufriendo, porque el gobierno no ha sido capaz de controlarla y la oposición no tiene interés en colaborar a que ello sea posible.

Si existe alguna remota posibilidad de ayudar a los que son y seguirán siendo víctimas de la violencia, esa posibilidad pasa hoy por un acuerdo transversal, que implique asumir responsabilidades y costos inevitables. Y si ello, definitivamente, no es posible, es entre otras cosas porque la inmensa mayoría de los que se niegan a esa alternativa han tenido el privilegio de observar y vivir la violencia desde una cómoda distancia.


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