Aborto y objeción de conciencia



La polémica suscitada a raíz del nuevo reglamento de la ley sobre despenalización del aborto en tres causales, debiera convocar a una profunda reflexión sobre el respeto a la autonomía de los cuerpos intermedios de la sociedad y a cómo el Estado, por las vías más inverosímiles, puede imponer limitaciones a esa libertad.

La nueva reglamentación que ha dictado el Ministerio de Salud representa un giro sustancial respecto a lo que había sostenido en el reglamento original dictado apenas hace algo más de tres meses, en el cual había establecido que las instituciones privadas de salud que tuvieran convenidos con el Estado, y que hubiesen invocado objeción de conciencia, podrían igualmente ser parte de esta red pública. Pero la Contraloría, en un dictamen controvertido en cuanto al fondo del asunto, estimó que la objeción reconocía una limitación, consistente en la recepción de recursos públicos por parte de los establecimientos de salud. Interpretó que en tal caso éstos se subrogan en la función del Estado y, en tal posición, no pueden esgrimir la objeción de conciencia. Tras este cuestionamiento, el gobierno retrocedió, estableciendo que si bien las instituciones objetoras podrán continuar con sus convenios, no podrán hacerlo en prestaciones obstétricas y ginecológicas.

Se trata de un giro que relativiza severamente el derecho a la objeción de conciencia institucional que la propia ley de despenalización reconoce, y que la Constitución garantiza en términos amplios, sin restricciones, tal como estableció el Tribunal Constitucional (TC). De allí que sorprende que la justificación para este cambio descanse en un dictamen administrativo, dejando la impresión de que se ha abdicado a la defensa de convicciones esenciales, en especial cuando la propia Constitución otorga al Presidente la facultad de insistir en la aprobación de un decreto objetado por la Contraloría, en la medida que cuente con la firma de todos los ministros de Estado. Tampoco conviene perder de vista que la invocación de la objeción de conciencia no deja a esta ley sin aplicación, como ha pretendido instalarse, toda vez que la misma prevé la derivación oportuna y responsable a otros recintos de manera que tal atención está garantizada.

No parece haberse calibrado los alcances de consentir que la sociedad civil quede sujeta a la lógica discrecional del Estado cuando realiza funciones públicas. Los riesgos de confundir lo público con lo estatal ya se han visto en el caso de la política de gratuidad en la educación superior, donde bajo el justificativo de que se reciben fondos públicos, el Estado se ha sentido con el derecho a fijar aranceles, matrículas o incluso a obligar a una triestamentalidad -como era su objetivo inicial-, condicionando así la autonomía de los proyectos educativos.

Ante una vulneración de derechos constitucionalmente consagrados como lo son la libertad de asociación, de trabajo, de empresa y el mismo derecho a la salud de miles de mujeres que a partir de este reglamento ya no podrán seguir atendiéndose en determinados establecimientos de su preferencia, parece razonable que la cuestión la dirima el TC y establezca dónde está el límite.

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