Abuelito querido

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El acto de escribir novelas breves en fragmentos, por medio de párrafos que a veces no alcanzan a cubrir ni un tercio de la página, no es novedoso ni fácil de manejar. De partida, la concisión extrema acarrea riesgos. Y entre ellos, el principal consiste en despojar a los personajes de una profundidad que, evidentemente, se lograría con menos dificultad si el autor descansara en una estructura más abultada en adjetivos y diálogos (imagino aquí a un escritor que puede manejar ambos registros, no a un zopenco que opta por la parquedad por incapacidad connatural). Algunas claves para sortear el peligro implícito en el laconismo consciente son la exageración controlada y la búsqueda de palabras tan pero tan precisas, que puedan transmitir, por sí solas, sensaciones de elocuencia o de misterio poco frecuentes.

Yayo, la primera novela de Hugo Forno (antes publicó poemas y cuentos), se desarrolla a través de fragmentos breves y ofrece una versión autobiográfica declarada al cierre del libro, rasgos que desde hace tiempo son muy populares entre ciertos grupos de escritores chilenos, quienes, al parecer, desterraron definitivamente a la imaginación de sus proyectos literarios. Yayo es el abuelo del autor, un emigrante español que arribó a Chile a principios de la década de 1950 y falleció en septiembre de 2010. Y en cierto modo, es también el héroe de Hugo Forno: el Yayo era un patriarca a la antigua que decía las cosas por su nombre, pachotadas incluidas, un tipo que de la nada logró armar una situación económica confortable, un hombre con un pasado cautivante para el nieto mayor y querendón.

Diego Naranjo Blasco, nombre del Yayo, vivió en Valencia y participó en la Guerra Civil española ("soldado republicano de ideas franquistas") y en la Segunda Guerra mundial. Los Naranjo eran "fachas", es decir, anticomunistas, al contrario de la mayoría de los valencianos. Las brutalidades del conflicto que desangró a España ente los años 1936 y 1939 están bien retratadas, por lado y lado, en el recuento de Forno. Y en consecuencia, es en la segunda parte del libro en donde el relato alcanza sus mejores momentos.

Un buen ejemplo de ello lo constituyen las palabras del teniente general Queipo de Llano aquí citadas –se trata de la alocución radial que dio el cabecilla del golpe militar contra el Frente Popular–, pues reflejan sin ambages la barbarie vivida en la época: "Nuestros valientes legionarios han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado, porque éstas, comunistas y anarquistas, predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar, por mucho que berreen y pataleen".

Durante la Unidad Popular, la familia Naranjo no pasó ni "hambre ni frío" (Forno nació en 1970). El golpe de 1973, en tanto, fue una buena noticia para el Yayo: "Desde ese día, Pinochet tuvo un puesto en su mesa". Pero él no iba por la vida como un fanático obtuso, ni mucho menos, ya que el Yayo poseía el don de la conversación variada, y a los clientes del taller mecánico que fundó les hablaba de política internacional y sobre todo de historia. "Las batallas de Napoleón, la grandeza de Carlos V y la llegada de los nazis a Leningrado [episodio que atestiguó] se mezclaban con los ruidos del torno". La muerte de un hijo enfermo da para bosquejar la humanidad adolorida del Yayo. Sólo tres domingos no asistió junto a su esposa, la Yaya, a limpiar y a poner flores en la tumba de Dieguito: "Un domingo que transmitieron un partido de fútbol de la selección española. Un domingo lluvioso de los años 80 en que Santiago sufrió un temporal bíblico. Y un domingo en que el Yayo junto a mi padre removieron los escombros del incendio que había destruido el taller mecánico".

Volviendo a lo dicho al principio: Forno demuestra en este relato breve, escrito con corrección, tal vez con demasiada, que no está dispuesto a correr riesgos. La exageración controlada no forma parte de la estructura narrativa, mientras que la disposición meticulosa de palabras que brillasen por sí mismas dentro de la concisión suscrita tampoco existe, con lo que la novela, a fin de cuentas, no pasa de ser un ejercicio bastante ingenuo: el homenaje personal al abuelito querido.   

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