Acerca de los verdaderos útiles escolares

Alumnos en sala de clases. Foto: Instituto O'Higgins.
Uno de los proyectos propone eliminar las notas en enseñanza básica.


Desde enero, los chilenos nos hemos visto bombardeados por catálogos, avisos televisivos y radiales, pasillos y góndolas de tiendas y supermercados desbordantes de útiles y uniformes escolares en una oferta que busca satisfacer el legítimo sueño de lograr la mejor educación posible para nuestros niños y jóvenes.

Ante esa abundante exhibición de objetos, pocos sospechan que así como más de tres millones de niños y jóvenes volvieron a clases este marzo con flamantes jumpers, chaquetas, mochilas y útiles de estreno, casi 78 mil están excluidos del sistema escolar y otros 14 mil se encuentran en riesgo crítico de no volver a clases. Son exactamente 77.554 personas, jóvenes, menores de 18 años que están fuera del sistema escolar no por gusto, sino por su pobreza monetaria y multidimensional, porque padecen graves problemas familiares y/o de aprendizaje, porque no se ajustan a un sistema rígido de educación.

No han dejado de ir al colegio por flojera, como dice el prejuicio tan socorrido a la hora de explicar la pobreza, sino porque deben ocuparse de sus hermanos menores, buscar ingresos en trabajos precarios, lidiar con un aspecto físico, una forma de hablar o de vestirse que concentra los prejuicios y la exclusión. Dos de cada tres personas entre 6 y 21 años que no se encuentran estudiando ni terminaron su educación pertenecen al primer y segundo quintil de ingreso. No debería extrañarnos luego que niños y jóvenes que patean piedras en las esquinas de las poblaciones tomadas por el narco, sin expectativas de un trabajo decente, porque carecen del capital que significa la educación, sean protagonistas de portonazos o se conviertan en soldados del padrino del barrio.

Ante la desbocada oferta de útiles escolares, pensamos en lo distorsionado que tenemos nuestro criterio de calidad educativa. No son las salas, los uniformes, los textos los que más importa, sino la búsqueda de estándares de igualdad, valoración y respeto en el trato de  las personas que estamos formando. Un sistema que comprenda que la integralidad del derecho a la educación se refiere no sólo al acceso, sino también al necesario desarrollo de las habilidades sociales y cognitivas, a la calidad de los contenidos que se imparten y la densidad cultural que va más allá de las disciplinas académicas de escritura, lectura, matemáticas. Calidad es recoger las diferencias existentes entre los estudiantes y considerar esas características personales en una formación integral.

Para conseguir que los niños y jóvenes excluidos regresen y consigan retomar el camino de aprender, las escuelas de reingreso, como las que se agrupan en Súmate, fundación del Hogar de Cristo, no tenemos que centrar nuestro esfuerzo en reinsertar a los niños en este sistema que los ha expulsado por no ajustarse al estándar. Nuestro camino es ampliar las modalidades educativas, innovar, generar poderosos vínculos entre profesores, estudiantes y familias; contar con maestros que se centran en el potencial de sus estudiantes y crean en ellos; hacer que los chicos recuperen la confianza en sí mismos, fuertemente dañada por un sistema que los excluyó por mal comportados, repitentes, porros.

Y para cerrar la llave por donde podrían escurrirse esos 14 mil que están en riesgo de abandono, centremos nuestros esfuerzos en avanzar hacia un sistema sensible a la diversidad y con herramientas y prácticas de inclusión que lo distancien de esa formación punitiva y estandarizada que hoy se imparte.

Estas son tareas de las que esperamos se hagan cargo las nuevas autoridades, porque esos son los verdaderos útiles escolares que requieren esos casi 78 mil niños y jóvenes a los que hoy el Estado está negando su derecho a la educación.

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