Que arda la Iglesia



"La única iglesia que ilumina es la que arde", decían los anarquistas españoles. La frase volvió a la boca de varios al ver la Catedral de Notre Dame de París envuelta en llamas. Contra dicha opinión, un esforzado coro bienpensante, liderado por el propio Emmanuel Macron, repasaba las razones por las cuales tal maravilla arquitectónica e histórica, con independencia del credo que uno tuviera, debía ser preservada como Patrimonio de la Humanidad. Unesco dixit. Los millonarios de Francia, inconmovibles por muchos otros motivos, reunieron en pocas horas casi mil millones de euros. Mientras tanto, los bienpensantes nivel 5 reclamaban en sus redes sociales por la desigual distribución de la conmoción pública occidental frente a las catástrofes del mundo. Esta pequeña batalla se libraba en medio de un mar de personas compartiendo fotos turísticas en la fachada de la estructura, bajo lemas equivalentes al "que se mejore".

Tal fiebre de materialismo, moralina aséptica y donaciones millonarias en torno al edificio quemado -que Bloy y Chesterton habrían convertido en oro literario- obstaculiza y a la vez promueve una lectura escatológica del suceso. El incendio no ocurre en cualquier momento del año para la Iglesia Católica, sino justamente en Semana Santa. Y tampoco en cualquier momento de su historia, sino en uno particularmente oscuro, marcado por los abusos, la pedofilia y la impotencia institucional. Ocurre, además, en una Europa que reniega de su propia tradición espiritual, confiando en que los meros intereses materiales bastan para mantener su unidad, mientras decae demográficamente y los odios nacionalistas recrudecen.

Para los cristianos, la historia humana es la historia de la salvación. Tiene, en último término, una dirección y un sentido. En ese contexto, los "signos de los tiempos" son sucesos que permiten adquirir conciencia de ese proceso. El fuego, en la tradición que justamente se renueva cada Semana Santa, es el signo del Espíritu Santo. Que se haya quemado toda la estructura exterior, pero sobreviviera el espacio de congregación y comunión, que es el espacio de la Iglesia propiamente tal, invita a una reflexión que vaya más allá del patrimonialismo.

La Iglesia Católica, si no quiere convertirse en un mero museo-ONG que administra ciertos sitios santificados por la Unesco debe volver a arder con el fuego del Espíritu Santo, aunque ese fuego consuma sus ornamentos. Para ello, debe dejar de entenderse a sí misma en términos de influencia política y posesiones materiales, y volver a su identidad de nación peregrina unida por los sacramentos. Debe volver a ser signo de contradicción, causando escándalo entre los poderosos. Debe volver a estar del lado de los perseguidos y los abusados, y dejar de ser una fachada para persecutores y abusadores. Debe volver a ofrecernos un lenguaje distinto al político, aunque no por ello carente de consecuencias políticas, para comprender el sentido de la existencia humana. Debe volver, en fin, a oponer la verdad del amor cristiano al nihilismo individualista de nuestra era. Y, para que todo eso ocurra, debe recorrer un camino que convierta en cenizas mucho de lo accesorio que hoy parece eterno.

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