Asalto al Capitolio



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

La toma del Congreso en Washington parece un acto, a primera vista, inverosímil. Lo es si uno piensa que tuvo lugar en Estados Unidos, donde nunca algo así ha sucedido antes. Más increíble aún, en ese edificio imponente, un monumento a su función deliberativa, que los norteamericanos acostumbran visitar con sumo recogimiento, como si fuera un peregrinaje a un santuario religioso. Y, para rematar, que la protesta y profanación sin todavía nombre, obedeciera a instigaciones del Presidente desde la Casa Blanca. No fue un golpe, tampoco un autogolpe, ¿qué fue entonces? Los analistas no se ponen de acuerdo.

Con todo, otros aspectos hacen dudoso calificar este embrollo como una mera aberración. Uno mira los registros filmados, y lo que se escenifica da cuenta de un montaje y espectáculo a propósito. En qué lugar del mundo, sino USA, uno se topa con gente con atuendos vagamente militares, gorros y pieles, cuernos vikingos e insignias, motoristas tipo Hells Angels, “blancos pobres” fanáticos y marginales. La horca que levantaron les ahorró tener que vestirse con túnicas y capirotes versión Ku Klux Klan. Podrán parecernos disfraces folclóricos, pero ellos se sienten uniformados, tan de Hollywood, orgullosos de ser norteamericanos como cualquiera. “Heroicos” pero no triunfantes.

Lo otro es el efecto turba. Congréguese entre 3 mil y 20 mil manifestantes enardecidos, según las pocas estimaciones disponibles, y puede perfectamente producirse una situación caótica. Hay imputados que se han excusado alegando haber sido arrastrados por el curso que fueron tomando los hechos. Que de los cinco fallecidos, dos murieran de infarto, y a otra víctima la aplastaran puede que lo confirme. Hay que andarse con cuidado, por tanto, estimando que esto es puramente teatral. En parte, lo es, pero vivido como real. Según Masha Gessen del New Yorker los manifestantes gozaron del privilegio de que no se les tomara en serio. La administración Trump siempre ha sacado partido de que se la menosprecie.

Lo cual no significa que no se pasen películas como ésta que acaban de montar. La irracionalidad no excluye el aprovechamiento calculado de fobias y temores ajenos. Tampoco cabe confundirse, no solo gente abominable de la Alt-right es capaz de algo así. Supe de lo de Washington mientras leía A Coat of Varnish, novela de C. P. Snow, en que un grupo de hooligans irrumpe en un pub del barrio exclusivo de Belgravia en Londres, años 70, y dejan la tendalada, violencia bruta que lleva a un personaje a sostener que “la civilización es espantosamente frágil... solo una capa de barniz... no hay mucho entre nosotros y nuestra naturaleza bestial”. Recordé también cuando el ministro Felipe Bulnes debió enfrentar una turba de progresistas en nuestro Congreso (10/2011). A otra escala -igual, una mise-en-scène.

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