Banalidad institucional


Una de las maneras más eficaces para destruir las cosas importantes es banalizarlas, así como Hannah Arendt describió la degradación que el régimen nazi hizo de la vida humana, convirtiendo atroces asesinatos masivos en un burocrático desafío logístico, así también las instituciones de la democracia constitucional se degradan cuando se usan con un sentido meramente instrumental, para fines menores, convirtiendo sus ritos en una mascarada, una forma de sainete que sería cómica si sus consecuencias no fueran tan peligrosas.

Esto es lo que ha sucedido con la institución de la acusación constitucional y, en gran medida, con el Congreso mismo. La frivolidad con la que se ejerce hoy día la función parlamentaria, la transgresión rutinaria de sus límites, el desparpajo con el que se exhibe la ignorancia de las más variadas materias, incluso el mal gusto en el vestuario al que se pretende elevar a la categoría de discurso político de rebeldía, han terminado por convertir a nuestra Carta Fundamental en letra muerta y a la política en la actividad más desprestigiada de nuestra sociedad.

La acusación presentada contra el ministro de Educación es el último eslabón en esta cadena de banalización de las instituciones, cuyo peor efecto es el nuevo espectáculo que deteriora aún más -si ello es posible- la percepción ciudadana de nuestros legisladores. La Constitución tácitamente derogada establece un régimen presidencialista muy fuerte, con algunos contrapesos, entre los cuales se cuenta la facultad del Congreso de destituir a las más altas autoridades, partiendo por el propio Presidente, cuando incurren en conductas antijurídicas de especial gravedad.

Sin embargo, se ha hecho costumbre presentar estas acusaciones por las razones más livianas o, como ocurre esta vez, sin fundamento alguno, llegando al límite de la caricatura. Hace tan solo unos pocos años el ingreso de una acción de este tipo acaparaba portadas, era el tema central de la política durante semanas, los parlamentarios se veían compelidos a justificar sus posiciones, porque se entendía que era algo excepcionalmente grave. Nada de eso sucede hoy; a la mayor parte de las personas les desconsuela ver la pérdida de recursos públicos y la distracción de autoridades que debieran estar ocupadas en temas importantes, empezando por el propio ministro que tiene que dedicar semanas a participar de esta verdadera comedia del absurdo.

Así, la democracia se debilita, porque se debilitan los controles del poder, se debilita la gobernabilidad, porque se banaliza el ejercicio de la soberanía, del poder público y la confianza mínima que los ciudadanos requieren cultivar en aquellos a los que encarga la conducción de los asuntos comunes. Cuesta entender la falta de visión que lleva a trivializar los propios cargos y atribuciones hasta arriesgar convertir nuestra democracia en una anécdota.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.