El Brexit y los mapuches

brexit sin acuerdo


El mundo bienpensante habla del Brexit como si se tratara de esos parientes innombrables en las comidas familiares. "Pobrecitos los ingleses, tan serios que son, y mira lo que les vino a pasar". Y es verdad que algo de eso hay: el plebiscito arrojó al sistema político inglés hacia un punto muerto, y el rango de maniobra para salir de él se acota cada vez más hacia opciones humillantes.

Es razonable, de hecho, pensar que el plebiscito nunca debió ocurrir. Esto, porque no había para nada claridad respecto a lo que se estaba decidiendo. Por eso el debate público sobre el asunto es una torre de Babel. Lo que no es razonable es presentar al bando de los que quieren abandonar la Unión Europea como una colección de viejos xenófobos ignorantes aferrados al "lado incorrecto de la historia".

Y es que es distinto considerar que la salida tipo Brexit no es la solución al problema del vínculo entre los estados nacionales y la Unión Europea, a pensar que ese problema no existe. David Miller, politólogo de Oxford, ya había advertido en 2016 lo difícil que sería defender públicamente a la Unión Europea, dada su configuración institucional.

Entre las élites intelectuales y políticas inglesas, de hecho, hay sectores fuertemente críticos de la forma de la Unión Europea, por la falta de legitimidad democrática del organismo, y por cómo éste pasaría por encima de la soberanía nacional. También, por cierto, por el nivel de intromisión de Bruselas en las políticas domésticas. El llamado "euroescepticismo" se sostiene, en sus mejores versiones, sobre razones atendibles y serias: la usurpación de poderes delegados democráticamente por parte de organismos que no gozan de esa legitimidad ni están sujetos a los balances y contrapesos democráticos.

Este tema, además, sobrepasa ampliamente la distinción entre izquierdas y derechas. Mucha gente de izquierda apoya a la Unión Europea porque apunta hacia una especie de Estado de bienestar regional progresista y multicultural, pero muchos otros la ven simplemente como una ampliación del campo de juego del gran capital, que por fin lograría sacudirse de las trabas generadas por los estados nacionales.

Es cierto, por otro lado, que millones de votantes entendieron el plebiscito como una puesta a prueba de sus lealtades: Europa o Inglaterra. Y, en un país cuyo orgullo nacional se sostiene sobre el excepcionalismo, el resultado no debería sorprender a nadie. Claro, ninguno de ellos estaba pensando en la posibilidad de que Gran Bretaña terminara desmembrada, o de que la economía se fuera al tacho, pero sí en defender su modo de vida de fuerzas externas sobre las que no tienen control alguno.

Que las élites liberales y progresistas del mundo no quieran ver en este caso más que un conflicto entre viejos ignorantes y jóvenes razonables muestra dos cosas: que la democracia no les importa demasiado, y que no creen que haya reales alternativas a la globalización capitalista. Por eso describen a los ciudadanos nacionales de viejo cuño tal y como los liberales progresistas del siglo XIX describieron a los indígenas antes de su despojo durante el proceso de consolidación de los estados nacionales: meros fantasmas, sombras del pasado.

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