Cinco siglos de un conflicto no resuelto



Por Jorge Pinto, Premio Nacional de Historia 2012 / Académico de la Universidad Católica de Temuco

En las últimas semanas, la relación del Estado con las comunidades mapuche alcanzó extrema violencia. Sin embargo, no es un fenómeno nuevo, ha cruzado la historia de la región, desde el siglo XVI hasta el 2020. Es más, podríamos distinguir cuatro fases que lo dejan en evidencia. La primera corresponde al siglo XVI. La invasión española, resistida por el mapuche, provocó una de las fases más violentas, generando un desgaste a la naciente colonia y la población mapuche, que las impulsó a buscar una forma de superarla, dando inicio a una segunda fase a partir de 1640, que privilegió la paz garantizada por los parlamentos hispano-mapuches, sustentada en el diálogo. Esta fase fue rota por el Estado cuando invadió la región a mediados del siglo XIX, con una violencia que buscó exterminar al mapuche o integrarlo forzosamente a la “chilenidad”. Amparó abusos, injusticias, robo de tierras, discriminaciones y empobrecimiento que causaron enorme daño al pueblo mapuche. Las heridas que dejó el Estado aún no cicatrizan y eso explica su ira acumulada. Finalmente, la llegada de las empresas nacionales y multinacionales generaron una tercera invasión, con daños irreparables al territorio que tanto respetan los mapuches.

Nuestro Estado ha sido exitoso en diversos planos; pero en otros ha fracasado, uno de los cuales es el actual conflicto que afecta a La Araucanía. En primer lugar, por el daño provocado en el siglo XIX; en segundo lugar, por su incapacidad para contenerlo más adelante; en tercer lugar, por haber ocultado esta historia y, por último, por no haber logrado conformar una identidad regional, cuya mayor riqueza radica en su diversidad, con respeto a sus identidades y derecho a vivir bajo un Estado plurinacional, multicultural y con el derecho a la autonomía de la población que luchó por su libertad por “la razón o la fuerza”. Es penoso que durante largo tiempo la historia, la educación y la clase política, hayan sido cómplices de esta situación, reparada estas últimas décadas por el surgimiento de las nuevas generaciones de historiadores, educadores, un cierto sector de la clase política y, sobre todo, la emergencia de una joven generación de historiadores, intelectuales y dirigentes mapuche, hombres y mujeres. Todas y todos han seguido la huella de los viejos lonkos, poetisas, poetas, novelistas y ensayistas que denunciaron lo que ocurría en La Araucanía desde que llegó el Estado.

El pasado no se puede cambiar; pero, podemos construir un futuro mejor. Para eso se requiere, en mi opinión, dos condiciones. La primera es establecer un diálogo diferente; y, la segunda, confiar en las capacidades de los líderes regionales, huincas y mapuches. Debemos tener conciencia que nuestros problemas no se resolverán en Santiago, que las comisiones que se constituyen en la capital no han dado resultado alguno. Por distantes que sean las posiciones del empresariado regional, las organizaciones mapuche más radicalizadas y los chilenos, debemos acercarnos, dialogar de frente, con nuestras verdades, ira acumulada y resentimientos, para ceder y ganar juntos. Solo así, el mundo seguirá siendo ancho, pero no ajeno para todos, y los mapuches podrán dejar de ser los hijos del viento, obligados a emigrar o a vivir en la pobreza. Los llamados de la Iglesia Católica a través de su obispo, Monseñor Héctor Vargas, de la Conferencia Episcopal; de las iglesias evangélicas por las expresiones del obispo Esteban Fonseca y los líderes mapuche como Héctor Llaitul, Isolde Reuque, Aucán Huilcamán, José Santos Millao, Elicura Chihuailaf y los voceros de los actuales presos mapuche, sumadas a tantas otras voces regionales, abren las puertas a la esperanza.

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