Columna de Andrés Chirgwin: Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia

Computador


En la última Encuesta Nacional de Opinión Pública del Centro de Estudios Públicos (CEP) de enero de 2023, el respaldo a la frase “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno” cayó 12 puntos respecto de la anterior encuesta realizada un año y medio antes, y ya no llega al 50%.  Similar frase bajó su apoyo en 18 puntos entre 2020 y 2023 en la encuesta Criteria.

Por su parte, el Congreso y los partidos políticos constantemente aparecen como las instituciones con menor nivel de confianza en las encuestas de opinión, alcanzando solo un 8% y 4% de “mucha o bastante confianza” en la última encuesta CEP, una baja sustancial desde el 28% y 15% que gozaban en 2012 según el mismo encuestador.

El problema del actual proceso constituyente radica en que es la clase política la que le dio origen y está intentando con él cambiar las bases institucionales del país, reescribiendo las reglas a las que está sujeta, e incrementando con ello su poder e influencia en la sociedad.

Nuestra democracia sufre la Ley de Hierro de la Oligarquía: todas las formas de organización, independientemente de cuán democráticas puedan ser inicialmente, eventual e inevitablemente desarrollarán tendencias oligárquicas, haciendo así práctica y teóricamente imposible la verdadera democracia.

¿Cómo podemos detener la decadencia de nuestro sistema democrático y evitar la tentación autoritaria de “que se vayan todos”? ¿Y cómo podemos reencantar a la ciudadanía con un proceso constituyente que justificadamente no ve como propio?

Volver a los orígenes de la democracia, esto es, a la demarquia, puede ser el cisne negro que nuestro sistema político necesita: que los órganos políticos -algunos al menos- estén conformados por ciudadanos seleccionados aleatoriamente. Un sorteo democrático.

Ofrece diversas ventajas sobre la democracia eleccionaria. Por de pronto, garantiza una representación más precisa, equitativa y diversa de la sociedad en términos de género, edad, origen étnico, ocupación, nivel de ingresos y otros, especialmente en cuerpos colectivos con un número significativo de representantes.  Al realizarse al azar la selección entre los ciudadanos elegibles, no está basada en popularidad, poder o influencia.

Se reduce también la polarización política: dado que los representantes no son elegidos por voto popular, tenderán a ser más moderados y no habrá necesidad de campañas electorales polarizadoras, lo que puede ayudar a promover un clima de cooperación y consenso.

En una demarquia, los representantes no necesitan preocuparse por ganar elecciones o agradar a los donantes de campaña, lo que puede liberarlos para tomar decisiones basadas únicamente en el interés público. Se desincentivan las decisiones cortoplacistas y orientadas a beneficiar a grupos de interés.

Por otra parte, al eliminar las elecciones, se puede mitigar la corrupción política y el clientelismo, ya que no hay incentivos para comprar votos, hacer promesas insostenibles, ni intentar establecer estructuras para mantener poder o influencia política cuando se pierdan éstas.

A su vez, la participación obligatoria en un órgano político puede ser una forma efectiva de educación cívica para los ciudadanos seleccionados, lo que puede estimular una mayor participación y compromiso con los asuntos públicos en la generalidad de la población.

La actual clase política ha demostrado tener una destreza cada vez mayor para hacerse del poder, pero cada vez menor para ejercerlo. Un órgano demárquico compuesto por ciudadanos seleccionados por sorteo, por su mayor diversidad de experiencia de vida, será capaz de tomar mejores decisiones que un grupo homogéneo de políticos profesionales, pudiendo apoyarse en las materias técnicas con asesores expertos.

En la elección de Consejeros constitucionales del actual proceso constituyente, 4 de cada 7 votantes optó por anular el voto, votar en blanco o preferir a las fuerzas políticas contrarias al proceso.  Y las encuestas muestran un decreciente apoyo popular al mismo. De continuar dicha tendencia, el proceso constituyente parece estar irremediable y justificadamente destinado al fracaso.

Nuestra democracia está en crisis, y tanto la existencia como el derrotero del proceso constituyente son síntomas de ello. Para salvarse, ambos deben resignificarse, en cuanto limitar el poder de los políticos y devolverlo a la ciudadanía.

Volver a los orígenes de la democracia, mediante la selección de los representantes de la Cámara Baja a través de sorteo democrático, manteniendo inalterada la competencia política tanto en el Senado como en la elección de Presidente de la República, podría ser una fórmula funcional.  Aún se pueden sentar las bases de un sistema político balanceado, innovador y auténticamente democrático, del cual el país pueda sentirse orgulloso.