Columna de Ascanio Cavallo: El destello en la sombra

Cientos de personas hacen fila para cobrar su seguro de cesantía.


Justo al cumplir un año de pandemia, Chile ha entrado en su momento más oscuro. Una vez más, confirma que es un país disciplinado con el mundo: el Reino Unido, Francia, Alemania y otras naciones europeas están ingresando también en una crisis sanitaria más aguda que el año pasado. Los epidemiólogos del mundo no saben muy bien por qué. Algunos creen que se han desarrollado cepas más agresivas del Covid-19. Otros, que hay un giro hacia el contagio de generaciones menos afectadas en la primera ronda. Y otros, quizás los más, sospechan que el estrés pandémico ha sido tan prolongado, que no ha podido sino desbordarse.

Poco pueden hacer los gobiernos ante esta convergencia fatídica. Aceleración de los contagios, cambio de modalidades y lentitud de las vacunas, sin agregar todavía esa cierta incredulidad que nunca se ha disipado del todo acerca de las cifras y las medidas oficiales, como si todo gobierno tuviera por principio esconder las malas noticias. Lo cual, dicho sea de paso, también es cierto. La política cambiará en muchas latitudes por el solo efecto de esta experiencia inédita en la conducción de los estados. Y en numerosos casos, si no en todos, significará un retroceso no de uno, sino de varios años en pobreza. Como el palo en la rueda de una bicicleta.

Esta es la peor perspectiva: después de los muertos, habrá miríadas de nuevos pobres.

Chile es seguramente uno de esos casos. El gobierno le tocó a Sebastián Piñera, pero, despejado el cinismo que es parte de la política, cabe sospechar que a cualquiera le pudo pasar más o menos lo mismo. El cuatrienio será el peor en crecimiento de los últimos 30 años, la pobreza habrá crecido, el balance de muertos será -ya lo es- desolador y la sociedad entera quedará exhausta de todo, de las medidas aislacionistas, la falta de trabajo, las cuarentenas, las prohibiciones y toda esa ristra de cosas que retrotraen la vida a un hecho asocial.

Otra cosa es que esto se haya atravesado justo en el momento de mayor ebullición social, una combinación que progresivamente condujo al año electoral más cargado de la historia y a la revisión institucional más extensa de este siglo. Y ahora, más encima, suspendida en el aire.

Convencido de que la segunda ola del Covid-19 alcanzaría su pico esta semana y quizás la que sigue, el gobierno accedió a promover un proyecto de reforma para cambiar las cuatro elecciones simultáneas del 11 de abril para mediados de mayo. Y esto, sabiendo que la entente médica advierte que no es claro que para entonces la situación pandémica pueda estar mejor, dado el inicio de una temporada invernal rápida y fría. ¿Tercera suspensión a la vista?

Iniciar este baile tendría un costo político enorme para el gobierno. La manera de rebajarlo era, en efecto, compartiendo la responsabilidad con el Congreso. Y, como también era de suponer, la oposición que lo domina ha querido subírselo, agregando más componentes económicos e incluso imponiendo medidas sanitarias que sobrepasan a la autoridad ejecutiva. Es un juego de suma cero, porque ningún actor político está hoy en condiciones de oponerse a la postergación, justamente cuando están todos a las puertas de ser evaluados en nuevas elecciones. Con las decisiones tan a la vista, esos torneos pueden ver reducidos los elementos de irracionalidad que suelen favorecer a muchas figuras en las elecciones populares. Nunca el voto habrá sido una amenaza tan cercana.

La postergación del proceso también tiene costos asociados. El Congreso ha corregido algunas de las superposiciones y rarezas más notorias del proyecto oficial, pero nada podrá minimizar el hecho de que, mientras más apretado es el calendario electoral, más influyen unas elecciones sobre otras y más difícil se vuelve predecir el modo en que lo harán. Será un efecto parecido al de echar a chocar un conjunto de bolas sobre una mesa de billar.

¿No tiene esto un aspecto refundacional? Desde luego que lo tiene. Menos rápido que una revolución, pero menos lento que una reforma. A fines del 2022, todas las autoridades (excepto 23 senadores) tendrán nuevos mandatos y todas las instituciones serán regidas por una nueva Constitución. Nada será igual. Pero el grado de diferencia que tenga es algo que nadie está en condiciones de anticipar, y no sería raro que muchos resulten decepcionados, que vean estrellarse sus expectativas y sus ideas sobre el estado del país con lo que salga de las urnas. Es bastante posible que para entonces se divise la artificialidad del objetivo en que están embarcados hoy el oficialismo y la oposición, que se puede sintetizar en siete palabras: impedir que el otro vuelva a gobernar.

Para que este propósito se haya vuelto tan crispado y neurótico como lo está, tiene que haberse debilitado la fe democrática, no importa si ello ha ocurrido gracias a las redes digitales o a los discursos del desalojo. Lo que han contribuido dirigentes, autoridades y parlamentarios tampoco es muy relevante. Lo que importa es que nadie ha podido detener esa dinámica.

Pero las elecciones la enfrentan con una evidencia, que es una manera, por lo menos momentánea, de escapar al deterioro de la convivencia. Por eso es que las elecciones también son un pequeño brillo, acaso apenas un destello, al final de la sombra que se abate sobre este año.

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