Columna de Ascanio Cavallo: La eutanasia del tribunal



El gobierno se anotó un triunfo importante al conseguir que el Tribunal Constitucional confirmara que el Congreso no puede tomar por sí solo iniciativas legislativas que afecten el gasto público, como ocurre en el caso de la previsión. El objetivo, ya se sabe, era frenar no el retiro del segundo 10% de las AFP, sino más bien un tercero y un cuarto que de seguro serían propuestos. No se podrá decir de ninguna manera que se trató de una operación elegante: para poder hacerla, el gobierno tuvo que lograr la aprobación de un proyecto aprobando el mismo segundo retiro, bajo condiciones apenas algo más restrictivas.

Dejemos de lado, por ahora, la sangría que está sufriendo el sistema previsional. Soslayemos el hecho de que cerca de cuatro millones de chilenos se están quedando sin ningún ahorro y que ese peso no caerá de una sola vez, sino que será una larga hemorragia, a medida que esas personas vayan alcanzando su edad de jubilación. Y descontemos también el hecho de que los chilenos están pagando con sus propios ahorros el costo de la pandemia, ¿caso único en el mundo? Y todo esto, porque el gobierno, según ha admitido una y otra vez el ministro de Hacienda, sencillamente llegó tarde. Esta no es una confesión ligera: llegar a tiempo en una emergencia es todo lo que se le pide a un gobierno.

El Presidente Piñera querría, seguramente, que se lo recuerde por la eficacia de una administración que logró evitar el “dilema de la última cama”, que salvó vidas en el peor momento de propagación del Covid-19, que consiguió ventiladores en un ambiente de piratería mundial y que aseguró para el país una sólida dotación de vacunas. Un equivalente a gran escala de la epopeya de los mineros del 2010. Pero es igualmente probable que en el registro histórico prevalezca la idea de un gobierno que por llegar tarde le hizo al sistema financiero lo que sólo sus más tenaces opositores hubieran deseado. Peor aún, todavía es posible que llegue tarde por segunda vez en el largo semestre de pandemia que se está iniciando.

Pero, bueno, dejemos todo eso para las confusas discusiones que se avecinan en el 2021. La victoria oficial en el Tribunal Constitucional es de una enorme importancia para un gobierno que ha tenido tan pocas desde el 2019. El costo inmediato, sin embargo, es que vuelve a poner el foco sobre ese tribunal, su necesidad, sus funciones, su integración y su responsabilidad.

El Tribunal Constitucional fue creado en la Constitución de 1925 y tuvo un papel crucial durante el gobierno de Allende, al término del régimen de Pinochet y en la configuración de la democracia recuperada después de 1990. Su importancia histórica es difícil de desafiar.

La pregunta es: ¿Cuándo se jodió?

Es difícil establecer ese momento. La altísima calidad jurídica de sus integrantes en el pasado se fue deteriorando, como suele ocurrir en el aparato estatal, de forma casi imperceptible, hasta que en cierto momento aparece toda la deformidad: causas postergadas, apelaciones para suspender juicios por derechos humanos, reclamaciones por la Ley Emilia o por conflictos laborales, en fin, todo un tráfago de menudencias con las que abogados astutos han conseguido enredar a los ministros y llevarlos, incluso, a conflictos con la Corte Suprema. Nadie supo poner coto a esa conversión del tribunal en una oficina de partes para todo tipo de truculencias; más bien se alimentó esa tendencia golosa de toda judicatura por expandir su jurisdicción.

En alguna ronda de sustitución, o quizás en varias, integrar el Tribunal Constitucional pasó a ser un premio de consuelo para negocios internos de los partidos, y poco a poco se llegó a la situación actual: un empate entre ministros “opositores” y “oficialistas”, con una presidenta que tiene la facultad de dirimir, pero que, mire por dónde, fue jefa del Segundo Piso en el otro gobierno de Piñera. ¿Suena absurdo? Por cierto: nadie espera que los ministros se caractericen por una imparcialidad angelical, pero esta estridente alineación política de hoy convierte en una mala broma la idea de un órgano de control que está por sobre otras instituciones más contingentes y que carga con la solemne misión de vigilar la coherencia de las decisiones públicas.

El parlamentarismo suele ser enemigo de este tipo de órganos que, a su juicio, limitan su soberanía. A menudo, los parlamentos confían más en su sabiduría de lo que los hechos confirman. Pero es sardónico que los miembros del tribunal crean, o sepan, que el fallo del lunes pasado lo liquidó para la próxima discusión constitucional. Está por verse si los futuros constituyentes estiman que se necesita un órgano con las funciones que éste tuvo –las originales, no las inflacionarias. Para eso falta bastante más de un año, tiempo en el que aún podría recuperar algo de su prestigio. Nada es imposible.

Pero es seguro, seguro, que de mantener su configuración y sus conductas actuales, el tribunal no podrá sobrevivir. Será uno de esos casos en que sus propios miembros hayan logrado que, tras la última paletada, nadie diga nada.

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