Columna de Daniel Rodríguez: ¿Debe rendir cuentas el sistema educativo?

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En tiempos de discusión presupuestaria, es bueno recordar que el mayor gasto del Fisco es en educación. En la ley de presupuestos vigente, la partida de educación, junto con salud y pensiones, son las únicas que superan los 10.000.000 millones de pesos al año. A algunos posiblemente les sorprenda que obras públicas les siga, pero de muy lejos.

Gran parte del gasto en educación sirve para sostener el sistema escolar en sus diversas necesidades (el segundo más relevante es la gratuidad en educación superior). Esto incluye la subvención escolar, por una parte, pero también la alimentación y asistencia estudiantil provista por Junaeb. La subvención se gasta, en su gran mayoría, en remuneraciones de docentes y asistentes de la educación.

Parece razonable, dadas las dimensiones de los montos, mantener alguna forma de evaluación de resultados. Sabemos bien cuanto esfuerzo ponemos, pero no sabemos si se está usando al máximo de su capacidad (o en idioma administrativo: con eficiencia y eficacia). La verdad es que hasta hace poco, y todavía en buena medida, no sabemos siquiera si se gasta bien. La Superintendencia de Educación existe para intentar cumplir esa difícil labor, y aunque muchas veces la burocracia y presión que genera sobre los colegios es muy alta, pocos dudan que el objetivo que busca cumplir es importante.

Incluso si supiéramos al detalle en qué se gasta la subvención, y tuviéramos la certeza que se invierte en la mejor infraestructura, docentes, material didáctico y tecnología disponibles, no bastaría. Seguiría faltándonos algo clave: ¿Aprenden los niños? ¿Cuánto?

Una de las herramientas que puede ayudar a responder esa pregunta son las evaluaciones de aprendizaje estandarizadas. Estos instrumentos, cuando están correctamente construidos, tienen la particularidad de ser comparables en el tiempo y entre colegios, válidos en las inferencias que permiten hacer sobre un área de conocimiento (por ejemplo, competencia matemática) sin la necesidad de evaluar la totalidad de sus elementos, y confiables, pues sus condiciones de aplicación externa aseguran un sesgo menor y evitan la intervención de interesados. Como todo instrumento, tienen también desventajas, pero estas pueden abordarse.

Gran parte de las desventajas se morigeran mediante un uso razonable de sus resultados, algo en lo que el país ha avanzado mucho. Por ejemplo, exámenes como el Simce no deben usarse para evaluar niños ni profesores, sino establecimientos. Sus resultados están correlacionados con el nivel socioeconómico de los alumnos, lo que no invalida los datos que entrega, pero debe tomarse en consideración en el análisis (hoy los colegios se clasifican de esta forma). El Simce toma en cuenta solo una parte del currículum, por lo que enseñar en base a estas pruebas es una práctica que debe evitarse. Pero a pesar de estos problemas, seguimos contando con un instrumento comparable, válido y confiable que informa los resultados de aprendizaje de los estudiantes en algunas áreas del currículo.

¿Se justifica entonces usar los datos del Simce para tener una referencia de cuánto es capaz de lograr nuestro sistema con la muy significativa cifra de recursos fiscales que se invierten? ¿No es esto una prerrogativa de los contribuyentes, cada vez más presionados por nuestras autoridades y sus reformas tributarias? Los colegios que sistemáticamente, año tras año, no logran que sus niños demuestren que han aprendido lo mínimo exigible, y son financiados por todos los chilenos ¿no deben tener alguna consecuencia?

Son estas preguntas – y no disquisiciones sociológicas sobre paradigmas o discursos para el gremio docente - las que deben ser abordadas en la discusión sobre evaluación y rendición de cuentas del sistema escolar.

Por Daniel Rodríguez Morales, director ejecutivo de Acción Educar

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