Columna de Diana Aurenque: La tiranía de la (in)corrección política

Milei


Desde hace algunos años, diversos intelectuales sobre todo de EE.UU. han advertido sobre los peligros de lo que llaman la “corrección política” de la “nueva izquierda”. Ellos denuncian una paradoja: motivados por corregir las desigualdades que históricamente afectaban e invisibilizaban a determinados grupos e individuos (mujeres, disidencias, indígenas, etc.), de romper con un poder hegemónico injusto y dominante, terminan transformándose en un nuevo poder hegemónico que se adueñaría del discurso de lo “políticamente correcto”. Si asumimos que esa transformación es cierta, comprenderíamos mejor el ascenso de populismos y de movimientos de ultraderecha. Pues, si la “nueva izquierda” es la causante de una nueva tiranía moral, la reacción contraria que emerge de su opositor natural -la derecha- se manifiesta en defensa de la incorrección política (Milei es su prueba más actual).

Lo verdaderamente preocupante, empero, es que aquella incorrección política al ser adoptada por amplias mayorías -no solo de derecha-, al tener representación política efectiva, se normaliza, pierde su carácter insurrecto (o hasta “revolucionario”), y se transforma en una nueva forma de tiranía institucionalizada. Así, más que en una paradoja, nos hallamos ahora en aquel círculo vicioso que parece permear la política en todo el globo, y donde pendularmente se intercambian los roles de amigos y enemigos.

Sea con la tiranía de lo políticamente correcto (izquierda) o incorrecto (populismos o ultraderecha), se instauran moralizaciones escénicas de lo público que, si bien defienden valores morales antagónicos, se igualan “formalmente”. No importa ya el contenido, sino su escenificación moral; la política se transforma en un gran escenario inquisidor, donde ambas tiranías vigilan el espacio público y privado -real o digital- en búsqueda de infractores. La política se articula como espectáculo para el ojo y su escrutinio público, en el narcisismo de políticos mesiánicos o en los activistas digitales de Twitter.

¿Hay escape? Si en vez de caer en la tentación de moralizar o personalizar estas dinámicas (y seguir presos del mismo círculo), comprendemos que la política no se ha vuelto un circo por intenciones malévolas, sino por una cuestión epocal, podemos tal vez imaginar una salida. Reconocer, por ej. que no vivimos en tiempos de ideologías, sino de la hiperexposición del individuo; una era en la que las plataformas digitales de información y comunicación modulan la vida común y corriente y donde los sujetos parecen no vivir para sí, sino a través de la imagen que proyectan. La era de la imagen es así la era de la etiqueta, es decir, de “rótulos” que nos identifican.

Pero etiqueta significa también la “forma” correcta y ceremonial de tratarse entre personas. Así, la política podría reconectar mejor con su propia era, y en vez de obstinar la discusión en torno a correctos o incorrectos morales, podría comenzar concordando en una etiqueta común. Una que, sin moralizar, le devuelva solemnidad y poder simbólico a la política, y que la obligue a una convivencia con mayor respeto -con un verdadero re-spectus que vea mejor al otro.

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile