Columna de Diego Ibáñez: Progresismo, más política y menos cinismo



Como una supuesta vacuna contra la polarización, se suele defender la “buena” política como ese prestigioso arte de llegar a acuerdos entre quienes piensan diferente. Totalmente obvio e imprescindible para hacer posible la magia humana de la civilización y la libertad. Menos obvio resulta pensar que la magia de un acuerdo no es tal si en su desarrollo inhibe la profundidad del conflicto que le da sentido. Es ahí donde reside el prestigio de los actores frente a la diferencia.

El problema en Chile es que se ha construido una cultura que no solo le teme a la diferencia, sino que la ha patologizado, amenazando la magia civilizatoria de la actividad política. Si seguimos discutiendo de la Constitución es porque la herencia de la dictadura no se manifiesta solo en la subsidiariedad económica, sino también como una dictadura existencial que nos mandata a rehuir cínicamente del conflicto, renunciar a los horizontes y volvernos cómplices del cálculo pequeño o la utilidad individual. Tan radical es este afán de rehuir de la exposición de los contrastes que incluso quienes nos sentimos de izquierda reproducimos lo que, en teoría, esperamos que cambie. Peor aún, nuestra propia manera de diagnosticar la realidad se ha ido volviendo un obstáculo para imaginar otros horizontes posibles.

Y es que no hay nada más contradictorio con la democracia que patologizar la diferencia y renunciar a la batalla de las ideas, mientras los correos de las AFP, los juicios de las Isapres o los titulares de un diario con portada azul siguen haciendo política y colonizando el centro de la plaza fuera de toda argumentación o contra-argumentación parlamentaria. La quimera de que “los políticos por fin se ponen de acuerdo” se ha vuelto una especie de Cronos que consume todo el fondo en cuestiones de formas, impidiendo a la política sostenerse sobre sus pies. El problema del cinismo político y el Cronos de las formas es que amenazan con hacer de la democracia un triste juego de suma cero, diluyendo la heterogeneidad de intereses y, a la larga, forjando sociedades impermeables a la política. El punto es que, cada cierto tiempo, esas mismas sociedades nos recuerdan violentamente que existen en la más absoluta marginalidad y precariedad.

Un efecto central de la revuelta social en Chile es que quebró la autoestima de la política enrostrándole su incapacidad de cohesionar y construir confianzas. La fractura devino en un abierto choque de intereses sociales y económicos que arrasó con cualquier cinismo y, en buena hora, obligó a exponer los contrastes escondidos durante décadas por parte de todos los sectores políticos. En lo sucesivo, la pospandemia y los resultados del plebiscito del 4S han sido utilizados por ciertos actores para recomponer rápidamente la costumbre de neutralizar las diferencias y estigmatizar los discursos alternativos que, en última instancia, invisibilizan el malestar de quienes poco ganan con esperar que las elites se pongan de acuerdo. Estamos frente a una operación política que responde al miedo a que los intereses de los más construyan la transversalidad suficiente como para poner en cuestión los privilegios de los menos. Justamente la operación de vaciar de política a la política se trata de cuidar los principios que sostienen la concentración de riqueza y poder, sobre los cuales la actividad política -desde su vereda- no se debe rebelar. Vale preguntarnos entonces, ¿qué hace el progresismo cuando esa sensación se vuelve hegemónica en la agenda pública?

Lo cierto es que sin proyectos transformadores, sin la humanidad del conflicto ni la persistencia de la diferencia frente a la precariedad, la actual impermeabilidad social de la política (encarnada en una brutal desafección) terminará por ser irreversible. La sensación popular de que da lo mismo un régimen autoritario a un régimen democrático no es más que un síntoma de un problema más profundo que amenaza con socavar las propias bases civilizatorias de la república y el Estado de Derecho. Y así, la trampa del acuerdo es que cuando la esforzada clase política los logre, la sociedad entre en absoluto desacuerdo con ella. Entonces, ¿dónde radica el prestigio de la política?

En un planeta donde para preservar el status quo es más sencillo militar en las derechas, un progresismo que no empuje una pedagogía de la diferencia y que no se decida a combatir la miseria existencial de la política está condenada a ser revocada por la crisis global, por más revolucionaria que se muestre. Convengamos que la polarización que humanamente importa no es el teatro que sucede en los pasillos del Congreso, ni menos enfadarse y apuntar con el dedo a los diputados de ultraderecha, sino la fractura entre la política y la sociedad que, en última instancia, pone en jaque a nuestra ágora y a la propia democracia. Y no se trata de profundizar el conflicto ni rehuir del encuentro, al contrario. Se trata de asumir que para lograr la magia humana de los acuerdos se requiere hacer pedagogía de la diferencia, empatizar radicalmente con las injusticias, pero sin jamás renunciar a la transversalidad. Las nuevas izquierdas deben luchar por superar la complacencia silenciosa con el cinismo y construir mayorías que superen esta nueva colonización neoliberal sobre los acuerdos.

Para que el progresismo avance necesita menos dosis de anestesia liberal y más ganas de politizar la propia política.

Diego Ibáñez, Diputado y Presidente de Convergencia Social.

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