Columna de Héctor Soto: El cambio y las máscaras

REUTERS/Rodrigo Garrido


Así sea que gane Boric o José Antonio Kast en diciembre próximo, la verdad es que el cambio ya se produjo. Aunque costó bastante, finalmente la sociedad chilena se zafó el domingo pasado del octubrismo. Y todo cambió. No era fácil reconocer en el aire y el tono del país del lunes el clima amenazante de los días anteriores.

En la noche más amarga que la extrema izquierda haya tenido en años, el comando de Boric comprobó que la gran mayoría de los chilenos no se compraba su tesis del estallido como el grito de dignidad y furia de un país abusado y aplastado por las inequidades del neoliberalismo. Tampoco compartía los propósitos refundacionales del bloque ni suscribía la idea de que la violencia había sido necesaria para romper los equilibrios políticos. Peor que eso, los resultados comenzaron a mostrar que el orden público era una demanda mucho más transversal de lo que suponían y que el candidato de Apruebo Dignidad solo había conseguido movilizar a muy pocos ciudadanos más comparados con los que fueron a votar en las primarias. El torrente electoral que se aguardaba en el comando nunca llegó. Fue una noche en que el candidato, con el puño todavía en alto, y (cosa rara) sin dimensionar en absoluto el desafío de la segunda vuelta que se le venía encima apenas amaneciera, siguió dirigiéndose a la ciudadanía como “compañeras y compañeros”. Es posible que a esas horas todavía las banderas mapuches hayan sido más que las chilenas. El llamado, en cualquier caso, muy poco épico, fue a no bajar la guardia, porque “la votación no era mala”. Y la verdad, claro, es que lo era.

Ha sido impresionante en los días siguientes el esfuerzo de su candidatura por proyectar una imagen de moderación. Ni los dientes del tigre ni sus garras están ya tan afilados. Apareció la bandera chilena en los actos públicos. El candidato ahora rasga vestiduras por el orden y dice que le parece inconcebible que puedan ser indultados delincuentes que quemaron iglesias, pymes o saquearon supermercados, que es precisamente lo que decía el proyecto de ley que presentó con parlamentarios de su bancada. El cambio será un tanto brusco y para muchos de sus incondicionales no será fácil aceptarlo así como así. Pero va en la lógica de la segunda vuelta, donde los candidatos tienen que salir a buscar los votos que le faltaron para triunfar en primera. Eso es sano y es un buen incentivo del mecanismo de segunda vuelta en dirección a la moderación política. Pero, como todo, esto también tiene sus límites, políticos, ideológicos, éticos, estéticos. Esto no es un baile de máscaras. Traspasados estos límites, los candidatos, particularmente los que animaron la fiesta de la radicalización, pueden llegar a desfondarse en términos de credibilidad.

Lo más importante es que las elecciones del domingo pasado hicieron reaparecer en la política chilena el factor contrapeso. Mal que mal, el sistema político volvió a reequilibrarse. La ciudadanía le dio el sobre azul a la peor legislatura que el país haya tenido en largas décadas y procedió a una renovación de las bancadas que, siendo más profunda en el Senado que en la Cámara de Diputados, igual sustrae a una y otra corporación del comportamiento de barras bravas. Hay poco que rescatar de lo que fue la experiencia del parlamentarismo de facto. No hay nada peor que las instancias de poder capturadas por furores extremistas. No solo las instituciones se degradan, sino que -al no existir contrapesos- todos los incentivos operan en favor de la destrucción y la irresponsabilidad política. Al margen de esto, seguirá siendo un tema a investigar en el futuro cómo fue que sucumbieron a esta lógica parlamentarios que parecían razonables y sensatos, muchos de los cuales, por lo demás, habían templado su madurez política en condiciones de gran adversidad, cuando precisamente comprobaron que la violencia y el extremismo habían conducido al fracaso de la Unidad Popular. ¿Se les olvidó la experiencia? ¿Significa que nada aprendieron?

Lo más curioso es que la capitulación de la centroizquierda ante la agenda de radicalización del PC y el Frente Amplio tuvo nuevos desarrollos esta semana. Los partidos opositores volvieron a someterse y a ponerse a disposición del bloque Apruebo Dignidad para la segunda vuelta. En el fenómeno es posible reconocer muchos de los síntomas del síndrome de la mujer golpeada. Nadie ha descalificado tanto la obra de la ex Concertación y la ex Nueva Mayoría como el Frente Amplio, y es curioso observar la facilidad con que las propias víctimas se prestaron para ese trabajo de demolición. Un día decían que la violencia con que los atacaban no era tanta. Otro, que era cosa de jóvenes y que en parte tenían razón. El resultado se tradujo en un bloque político interiormente derrotado, con la autoestima por los suelos y que por estos días se cuadra presuroso y obediente con el discurso del maltrato. Qué otra cosa podían hacer sus dirigentes, se dirá. Y es verdad: en este escenario, qué otra cosa cabía. Pero esta historia había comenzado antes. La claudicación no es de ahora. Venía de años.

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