Columna de Héctor Soto: La fatalidad y el azar

Hasta los huesos.


LASTIMADO PARA SIEMPRE. La historia es muy simple: el año 1999 se hizo un casting para elegir al protagonista de lo que fue la saga cinematográfica de Harry Potter, una de las franquicias más exitosas de la historia del cine. Entre los que postularon había dos chicos de aptitudes similares para interpretar al personaje, pero solo uno ganó, Daniel Radcliffe. Numero dos (Alfaguara, 2022) es la historia del otro y de cómo esa experiencia lo lastimó de por vida. Esta es la crónica cómo se ilusionó en un momento y de cómo se arruinó la vida en los años que tenía por delante. En lo que tiene de fatalidad, Dostoievski habría hecho de esta historia una tragedia colosal de 800 páginas. En lo que tiene de azar, de cadena increíble de casualidades, Paul Auster habría tenido la sensación de haber encontrado petróleo. Pues bien, el francés David Foenkinos, autor de una novela muy bien comentada años atrás, La delicadeza, que no tiene por supuesto la densidad del ruso ni las pretensiones del norteamericano, se limita a contar la historia como si fuese una crónica periodística más. Su prosa es directa y trepidante. Sus reflexiones son muy a la pasada y en absoluto superficiales. Sus licencias literarias son lo bastante sutiles para no traicionar en lo básico lo que ocurrió en la realidad y lo bastante voladas para que la narración se sostenga por sí sola, al margen de los hechos reales que la inspiraron. ¿Es una gran novela? No, pero está muy bien hecha. ¿Es entretenida? Sí, y a rabiar. ¿Es un libro que permanecerá? Bueno, eso está por verse, pero lo más probable es que no.

CINEASTA BLUF. El refrán dice que quien con el perro se acuesta con pulgas se levanta. Es una prevención sensata. Como a la crítica internacional le gustó acostarse con ese bodrio supuestamente glamoroso que fue Llámame por tu nombre, no se entiende ahora el tono decepcionado con que muchos críticos han recibido el estreno de Hasta los huesos. Llámame por tu nombre contaba la aventura homosexual y veraniega de un chico 17 años con un estudiante de doctorado, gringo, bastante mayor que él, que llegaba a su casa para trabajar en investigaciones arqueológicas que lleva a cabo el padre del protagonista, un académico de prestigio. Pues bien, allí todo era falso: desde la historia a los decorados, desde las huellas arqueológicas a la puesta en escena, desde los actores a las soluciones dramáticas. El guion, inspirado en una mala novela, fue escrito por James Ivory, quien lamentó que su trabajo hubiera sido convertido en un pastiche adobado en la corrección política del momento. No tenía ni un solo minuto de verdad que lograra convencer. La cinta de ahora va un poco más allá y simplemente da vergüenza ajena al contar una historia de amor juvenil entre caníbales en el Medio Oeste americano. Sí, tal como suena. Estos caníbales se huelen a la distancia, arrastran consigo el estigma de una fatalidad genética incurable, pierden desde luego la compostura ante la carne fresca y muerden fuerte al menor descuido. Como la estupidez de esta historia no se sostiene por ningún lado, ni como relato, ni como pesadilla ni tampoco como metáfora vaya a saber uno de qué, Luca Guadagnino, el cineasta regalón de hace cuatro temporadas y que dirigió entremedio una mediocridad titulada Suspiria, intenta salvarse del desastre apelando a una supuesta poesía visual asociada a la majestad del paisaje americano. Hay que ser muy caradura porque no es lo suyo y porque sus registros no son muy diferentes a lo que podría captar con su cámara un turista japonés en Nebraska. Por supuesto lo único que consigue son siutiquerías. Entrar al paisaje americano implica bastante más que insertar planos de atardeceres lánguidos en una historia interminable y ridícula. Tampoco es cosa de componer momentos sentimentaloides con imágenes kitsch. La cámara sigue a los amantes, una chica de color en pugna con su condición genética (Taylor Russell) y un joven famélico y resignado a su destino infame (Timothée Chalamet), por un viaje que atraviesa en dirección al Oeste buen parte del territorio de los Estados Unidos. Pero igual se pudo haber rodado en Bolivia o Tombuctú. Pocos cineastas hay menos sensibles que éste a las verdades del espacio. Pocos también más extraviados a la hora de haber escuchado cantar al gallo sin saber dónde. Más que un desastre, una vergüenza.

RELATO NAVIDEÑO. El cuento de Navidad es casi un género en sí mismo. Los hay clásicos y modernos y muchos son preciosos. Es injusto, sin embargo, que el de Truman Capote, Un recuerdo navideño, no sea tan difundido, siendo que es formidable. Más que un cuento, claro, es una evocación de cuando él tenía siete años, le gustaba zapatear claqué, vivía en un caserón sureño de pueblo chico no queda muy claro con quiénes, aunque al parecer eran parientes. Ahí estaba su “amiga”, prima lejana, una mujer muy baja de estatura, pelo blanco trasquilado, sesenta y tantos años, vivaz como una gallina, hombros horriblemente encorvados a causa de una enfermedad juvenil, con la cual, junto a la perra de la casa, desde fines de noviembre todos los años preparaba, además del árbol navideño, las 30 tartas de fruta de rigor para enviar, la primera, al presidente Roosevelt y las otras a un predicador baptista de Borneo que alguna vez pasó por el pueblo, al afilador de tijeras que también pasaba de tarde en tarde o a gente que con suerte habían visto una sola vez. Despachos puntuales y por correo a un costo enorme, para cubrir el cual ahorraban todo el año. La amiga, que estaba en la parte baja de las jerarquías domésticas, es un personaje angélico: nunca vio una película, acudió a un restaurant, usó un cosmético, escribió o recibió una carta. Nunca viajó a más de 5 kilómetros del pueblo y tampoco dejó que algún perro de las cercanías pasara hambre. Solo se sacó una foto en la vida y puede haber sido lo mejor de la infancia del escritor.

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