Columna de Héctor Soto: Lavín como fenómeno

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No hay duda, es un político extrañísimo. Por su carácter, por su militancia, por su historia, por su formación, por el amplio rango de elasticidad -digamos- de sus convicciones; también por el tiempo que lleva en la verdadera primera línea de la política chilena.



¿Qué hay tras la conversión de Lavín -bien poco espontánea, en realidad- a la socialdemocracia? ¿Es otro episodio más de su capacidad de reinvención o incluso de su travestismo político? ¿Es otra expresión, algo más cruda, de su astucia y pragmatismo para mantenerse vigente? ¿Es un abuso del lenguaje? ¿Es la evidencia final del desgaste de todas las etiquetas políticas?

Seguramente hay un poco de todo eso. En un fenómeno político como el de Lavín -porque eso es lo que es, un fenómeno, nada fácil de explicar, por lo demás- son las circunstancias las que crean al personaje. Es cierto que el alcalde tiene una infinita capacidad para estar en los medios y tocar las teclas precisas que le permiten conectar con la gente. Pero mucho más importante y muy anterior a esta evidencia está el hecho de que la política chilena, al menos de un tiempo a esta parte, se desbandó y comenzó a perder uno a uno los cables a tierra que en otro tiempo la conectaban con la ciudadanía. Ya antes del estallido, cuando nadie lo hubiera dicho, puesto que hacía poco que se había modificado el sistema electoral para hacer del Congreso un órgano más representativo de la diversidad del país, algo raro había ocurrido y la brecha entre la política y la gente se había vuelto muy profunda. Después de octubre la grieta se amplió y alcanzó niveles descomunales. Todo el espectro político se corrió. Los que habían sido moderados se volvieron de la noche a la mañana rupturistas y fundacionales. La derecha se desvaneció. Y los que estaban en la izquierda no hallaron nada mejor que apuntarse a las barricadas del extremismo o la revolución.

Es difícil no reconocer en esta recomposición un efecto a la vez perturbador y delirante. Perturbador, porque se produjo en muy corto tiempo, y delirante porque, lejos de interpretar el presunto malestar social que habría dejado ver el reventón de octubre, terminó distanciando todavía más a los políticos de la base ciudadana. Es raro que ningún partido y casi ninguna figura política haya logrado capitalizar siquiera en parte el descontento. Lo sabemos: cayeron fuertemente los niveles de respaldo al gobierno, pero cayó todavía más el aprecio ciudadano al Congreso y la oposición.

Extrañamente, Lavín fue de los pocos políticos que salieron más o menos indemnes del Gran Trastorno. Hay también un puñado de alcaldes que se empoderó mucho más, cada cual por distintas razones. En el caso de Lavín, sin embargo, cuesta su poco establecer con precisión qué diablos lo terminó librando de las funas y el desgaste. ¿Será porque se las ha ingeniado siempre para estar presente en la TV? ¿Será porque se preocupó de las mascotas, de entregar espacios a los indigentes donde dormir o porque ha dado testimonios de integración social que sorprendieron a uno y otro lado del espectro? ¿O será más bien porque, más allá de los lugares comunes de su discurso y del tono comedido con que se expresa, la gente lo ve donde mismo, moderado, frío, concreto, más o menos impávido, sin ninguna de las ansiedades que ve en el resto, como una reserva de realismo y sensatez en momentos en que estos insumos se han vuelto escasos?

Bien puede ser que Lavín sea más una consecuencia que una causa de los tiempos que corren. Eso habla bien de su ubicuidad, de su capacidad para ponerse donde la gente lo quiere ver. Pero no habla tan bien de su liderazgo, de la eventual fuerza que pueda tener para conducir al país en un rumbo determinado. Hasta aquí, Lavín ha sido mejor para seguir que para abrir caminos.

Más allá de todo esto, no hay duda, es un político extrañísimo. Por su carácter, por su militancia, por su historia, por su formación, por el amplio rango de elasticidad -digamos- de sus convicciones; también por el tiempo que lleva en la verdadera primera línea de la política chilena. Y porque, aun volando muy alto, puesto que le faltaron solo 30 mil votos para derrotar a Lagos el 99, es un hombre con una trayectoria golpeada. Había fracasado como candidato a diputado 10 años antes. Su carisma se resintió tras la decepcionante gestión de los cuatro años que estuvo en la alcaldía de Santiago. Le fue mal en su segunda campaña presidencial el 2005 y fue humillado por Francisco Chahuán en la V Región cuando quiso llegar al Senado el 2009. Parece inverosímil que estemos hablando del mismo personaje que hoy encabeza las encuestas. Dice mucho de él. Pero dice más del país que somos.

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