Columna de Héctor Soto: Primeros y últimos días

Gabriel LaBelle as Sammy Fabelman en Los Fabelman, coescrita, producida y dirigida por Steven Spielberg.


INFANCIA. Al agradecer esta semana el premio a mejor director en la ceremonia de los Globos de Oro, Steven Spielberg dijo que él ya ha mostrado muchas veces fragmentos de la historia que cuenta en su última realización, Los Fabelman. Pero esta es la primera vez que la cuenta completa, desde los años de infancia hasta el momento en que Hollywood le ofrece un empleo. Tal es el core de la cinta, la historia de su familia y de sí mismo; la historia de un chico fascinado desde muy temprano con la fotografía y el cine; la de quien siendo un jovencito judío feo y ninguneado por sus compañeros, se fue haciendo respetar gracias a sus habilidades en el campo audiovisual; la de un adolescente que no estaba preparado para procesar el dolor y las imposturas de la separación de sus padres y, en fin, la de un egresado del colegio que siendo negado para muchas cosas -los deportes, los estudios, el carrete- al final pudo salvarse solo gracias al cine, porque sabía que esta era la única pista donde quería correr y la única también donde quizás podía triunfar. En eso Spielberg jamás abrigó la menor duda y fue terco como mula. Conociendo esta historia, se explica por qué sus películas están llenas de niños lastimados, por qué su cine entiende tan bien las verdades simples aunque rupestres de la clase media californiana y por qué América para él, más que las grandes y modernas concentraciones urbanas o los rascacielos, son esos distritos suburbanos y pueblerinos con olor a hamburguesa, ketchup y milkshake que lo vieron crecer. Qué duda cabe que Spielberg tiene un mundo inconfundible. Atendido el peso que en su obra tiene la infancia (Encuentros cercanos, ET, Parque Jurásico, El imperio del sol, Inteligencia artificial, La guerra de los mundos…) no es tan descaminado pensar en la frase de García Márquez: “Nada muy importante me ocurrió en la vida después de los siete años”. Por otro lado, Spielberg es un artesano portentoso. Tiene un oficio que, incluso si no fuera genial, merecería de todas maneras ser calificado de apabullante. Los Fabelman, que llegará a nuestras salas a comienzos del próximo mes, es eso, el triunfo de la artesanía, del saber expresar, del tener la capacidad de decir mucho con poco, sin perder jamás de vista que el cine es antes que nada un arte de la mirada y del punto de vista. Spielberg, más que ningún otro cineasta contemporáneo, al final es el gran heredero de la majestad, la contención y la solidez del cine clásico. También, sin duda, el último adalid del cine como espectáculo.

NO SE OYE, PADRE. En agosto del año pasado se publicó Walter Benjamin, la herida de la libertad se abre hacia adentro (Ed. El Mercurio), obra de Rafael Díaz Silva, que ganó el Premio Revista de Libros, dedicado en esa edición a memorias y biografías. El trabajo es curioso porque Díaz Silva no tiene formación en filosofía, lenguaje, sociología o literatura, las disciplinas de Benjamin, sino en música. También, porque supuso 12 arduos años de viajes e investigación para su autor. Y, en fin, porque el libro refuta la versión canónica según la cual lo que el ensayista judío-alemán llevaba en su maleta, cuando pasó de la Francia ocupada a la España de Franco en septiembre de 1940, era el manuscrito de El libro de los pasajes, una de sus muchas obras inacabadas. Según esta investigación, ese manuscrito en realidad era un estudio suyo sobre la novela El proceso de Kafka, que contrariaba la edición hecha años antes por Max Brod. Obviamente que es un dato importantísimo. Mucho más curioso todavía es que a meses de publicado el libro, su repercusión sea cercana a cero en la crítica y la academia local. El vacío es extraño porque si hay un pensador en alza en el debate cultural contemporáneo es precisamente Benjamin. Incluso más, sus obras, sus intuiciones, sus proverbios, incluso sus contradicciones, se usan para un barrido y un fregado en cientos de tesis y memorias del área de humanidades en las universidades chilenas. Y sin embargo no se oye, padre respecto de esta biografía, que debiera abrir discusiones potentes y que tiene, es cierto, un formato algo incómodo, porque el autor traza un discutible paralelo entre los últimos días de Benjamin -tan difíciles y desesperados que lo llevan al suicidio en un hotel de la frontera española- y la experiencia suya como extranjero indocumentado mientras está investigando la biografía del célebre pensador. Hay que salvar demasiadas distancias, claro, para equilibrar, aun metafóricamente, una cosa con la otra.

NO A LA CONTINGENCIA. Poeta tocado por el surrealismo en su juventud, novelista con posterioridad conectado a tiempos pretéritos y dinastías abolidas, Premio Nacional de Poesía (Colombia) y Premio Cervantes, el escritor Álvaro Mutis, muerto en México hace casi una década, fue un caso raro en la escena literaria latinoamericana porque rompió muy temprano con la contingencia y la política, no obstante haber ejercido por años el periodismo: “No me interesa nada político -dijo en una oportunidad- que sea posterior a la caída de Bizancio a manos de los infieles. Esto parece cínico, parece que estuviera haciendo una frase, pero es la verdad. Los hombres y las cosas que no tengan la dorada lejanía de la historia, cierta grandeza, me dejan impasibles y no los frecuento”. ¡Chapeau!

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