Columna de Matías Rivas: Gonzalo Rojas en breve

El poeta Gonzalo Rojas.


Nunca sintonicé con la figura de Gonzalo Rojas. Estuve con él en un par de ocasiones y reedité su primer libro, La miseria del hombre. No obstante, algo impedía que la conversación fluyera. Quizás era sólo un problema de afinidades electivas. Aunque sospecho que mi carácter le irritaba. Algo así alcancé a percibir la última vez que nos juntamos en el Hotel Orly, en Providencia con Pedro de Valdivia, donde solía alojar cuando estaba en Santiago. Era un tipo bajo y calvo, vestido con suspensores, chaqueta y boina. Erudito y amable, conservaba modales antiguos. Le gustaba hacer inflexiones con la voz. Parecía generoso, ladino y sentimental. En el diálogo acudía a referencias múltiples extraídas de sus lecturas heterodoxas.

El valor central en su poesía es ineludible y su influencia excede los límites de autores más populares. La publicación de la antología 90 poemas -realizada por Elvira Hernández- constata su categoría. Volver a leer a un escritor, renovar juicios y desechar ideas añejas es lo que producen las selecciones. En ésta, por la brevedad, se ven con nitidez los estilos que Gonzalo Rojas cultivó. Parte de su gracia descansa en la sonoridad. Tenía un oído perfecto, capaz de escuchar e imitar el tartamudeo, el zumbido y las formas del Sigo de Oro español. La metafísica del sujeto común y sus placeres marcan su trayecto existencial y están expresados en sus poemas más narrativos. El gozo es un tema que aborda con insistencia; y se nota que disfrutaba de las palabras con gula. Las dispone en los versos con una destreza asombrosa: las suelta y comprime guiado por su intuición. Trabaja con lo irracional, busca el éxtasis en el lenguaje. Su simpatía por los místicos no es casual.

Las mujeres, el amor y el sexo forman parte del núcleo de sus obsesiones. Es un vínculo complejo. Su posición en esta esfera está en las antípodas de las tendencias feministas. Se sentía un macho cabrío, un hombre intenso y potente. Me rechazó un prólogo magnífico que le dedicó María Moreno, pues lo encontró degenerado. Aunque se trataba de un ensayo acerca de la respiración. El erotismo era un asunto que Rojas investigó con fervor, no obstante, tenía una posición resbaladiza, imposible de fijar. La contradicción era uno de sus motores principales. Eso le permitió crear poemas de índole voluptuosa, entre otros, A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro: “Bésense en la boca, lésbicas / baudelerianas, árdanse, aliméntense / o no por el tacto rubio de los pelos, largo / a largo el hueso gozoso, vívanse / la una a la otra en la sábana perversa, / y / áureas y serpientes ríanse / del vicio en el / encantamiento flexible, total”.

La poesía de Rojas dialoga -antes que nada- con César Vallejo y con Ezra Pound. Se nutre también de la tradición chilena sin atascarse en ella. Toma de Neruda y del surrealismo, así como de la literatura latina y oriental. Estuvo en China y la Revolución lo fascinó. Hay una parte enciclopédica en su trabajo, una revisión de sus lecturas a través de poemas y prosas. Es, en lo personal, lo que menos me seduce de su obra, sin embargo, no niego su habilidad para forjar reflexiones en elegías llenas de destrezas.

Sus poemas políticos son crudos e impactantes, y es un acierto ponerlos en esta compilación. Calzan perfecto junto a los de índole autobiográfica -como Carbón dedicado a su padre, o Aula áulica en el que se refiere a sus clases de retórica-, que suelen ser largos. Prefiero su veta clásica, lo que él llamaba “el relámpago”, aquello que angustia y atraviesa el cuerpo: el deseo y la duda: “¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte? / ¿Qué se busca, qué se halla, qué / es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes, / o este sol colorado que es mi sangre furiosa / cuando entro en ella hasta las últimas raíces?”.

El humor y la distancia ante las certezas hacen que Gonzalo Rojas comparta con Nicanor Parra cuestiones cruciales. Fueron amigos de juventud y rivales por décadas. Si en un momento se dividían los partidarios de uno y de otro, con el tiempo se ha disuelto tal antagonismo. Es más, se complementan por sus diferencias y similitudes parciales.

En El volcán y el sosiego, la biografía que le dedica Fabienne Bradu, se puede recorrer la inmensa red de amigos que tuvo. Fue un agitador cultural que organizó congresos literarios mitológicos en Concepción, a los que vinieron figuras de alto calado: Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg o Juan Rulfo. Nada semejante ha vuelto a pasar con esa influencia en el público lector.

Sobre Gonzalo Rojas han escrito con especial agudeza Carla Cordua, Adriana Valdés, Enrique Lihn y Christopher Domínguez Michael. Este último se refirió a su estética de manera categórica: “una poesía honrada, recta, proba, que no transige con ningún otro ámbito ni compromiso ajena a ella misma”.

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