Columna de Óscar Contardo: El legado

Mario Tellez / La Tercera


Esta semana el gobierno inició la elaboración de un proyecto de publicaciones sobre su legado, algo así como la memoria de una administración a la que le resta menos de un año para finalizar su período. El punto de partida para ese proyecto podría ser el destino que tuvo la principal promesa de campaña: el crecimiento económico. Piñera ganó la elección, asumió por segunda vez el gobierno, pero la economía no despegó como supuestamente lo haría. Pasaron los meses y los tiempos mejores se hacían incómodos: la primera excusa por el desempeño económico fue culpar al gobierno anterior, la segunda explicación la encontraron en las condiciones globales, justamente el elemento que se negaban a reconocer como gravitante antes de llegar al poder. El ministro de Hacienda Felipe Larraín, en lugar de lucirse con cifras del despegue prometido, presentó un plan de austeridad que estuvo marcado por un incidente que se transformaría en un sello de gobierno: una nota de prensa reveló que Larraín financió un viaje a una reunión de exalumnos destacados en Harvard con dinero público. Era un compromiso privado. En lugar de disculparse, el ministro se molestó que se le exigiera rendir cuentas, explicando que su visita a Harvard le daba un “prestigio al país” que la opinión pública debía valorar. Declaraciones como esa sellaron una fórmula repetitiva, una especie de acto fallido permanente en la relación entre las autoridades de gobierno y la ciudadanía. Por un lado, un sentimiento aristocrático definido por un “nosotros” satisfecho de sí mismo y arrogante, expresado en declaraciones sucesivas; y por el otro, una opinión pública que demandaba señales de respeto a las promesas de campaña. En el corazón del legado debería estar la fractura provocada por un gobierno que nunca supo hablar el lenguaje de sus gobernados, ni quiso aprenderlo: hubo un ministro de Educación que le sugirió a una comunidad escolar que solucionara sus graves problemas de infraestructura organizando bingos; una autoridad agrícola que se burló de la crisis hídrica de Petorca en una ceremonia oficial; un ministro de Economía que sugirió a los trabajadores levantarse más temprano para ahorrar en los pasajes de Metro y un subsecretario de Salud que aseguraba que la gente madrugaba para ir a los consultorios a hacer vida social. A la crisis de confianza que cundía desde hacía una década, las autoridades sumaron una irritación crónica gracias a sus permanentes azotes de desprecio por los comunes y corrientes.

Una vez que se comprobó que la economía no levantaría tan fácilmente como había sido anunciado, el gobierno se orientó a vincular el estancamiento y la delincuencia con la inmigración latinoamericana, una ecuación vociferada en programas matinales de televisión y noticieros. Sobre la figura del extranjero moreno se construyó un chivo expiatorio doblemente amenazante: algunos se quedan con los empleos, otros delinquen. Aunque las cifras del Banco Central indicaran que la inmigración era un impulso económico, la ecuación que transformó a los extranjeros en indeseables prosperó y alcanzó su clímax con la expulsión televisada de personas haitianas que luego se repetiría con refugiados venezolanos. Una imagen que también será parte del legado de este gobierno, como las del bochornoso viaje a Cúcuta, o la foto de la bandera chilena dentro de la estadounidense durante el encuentro con Donald Trump, o aquella de los hijos del Presidente en la mesa oficial durante una gira de negocios a China. Como candidato, Piñera denunciaba el nepotismo en sus adversarios, como Presidente no veía nada de malo en sumar a familiares en una instancia a la que muy pocos comerciantes chilenos podían tener acceso. Quien busque construir una memoria del gobierno podrá elegir entre un caudal de momentos que marcaron su destino: los policías sobre el tejado del Instituto Nacional, el tractor baleado de Camilo Catrillanca, las tanquetas en Plaza Italia, un muchacho cayendo al vacío desde un puente al lecho del río, un Presidente anunciando en una entrevista que el país estaba mejor preparado que Europa para enfrentar la pandemia, un ministro declarando que el virus podía llegar a ser “buena persona”, o un grupo de policías custodiando un monumento vacío.

Durante los últimos tres años el gobierno lejos de remediar la crisis de confianza que lo antecedía, la agudizó, desmembrando juicios de realidad, ignorando las criticas, declarando guerras a ejércitos inexistentes, deteriorando la convivencia y reventando instituciones. La memoria que se escriba desde el gobierno sobre este período inevitablemente partirá desde un “nosotros” indolente y triunfalista, refugiado en los escombros de una promesa; el legado de un proyecto que fracasó y de autoridades que han preferido imaginarse una invasión extranjera avalada por informes chapuceros o improvisar cuarentenas dinámicas y permisos de vacaciones en medio de una pandemia gravísima, antes que reconocer los errores cometidos y el daño provocado.

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