Columna de Pablo Ortúzar: Esperanza y espejismo

21/01/2022 GABRIEL BORIC DA A CONOCER SU GABINETE MINISTERIAL Mario Tellez / La Tercera


Muchos consideran a Agustín de Hipona un pesimista por sus duras descripciones sobre la condición humana y el orden político. Otros, más caritativos (o igual de pesimistas), lo ven como un realista que enseña a no esperar mucho más que palos y bizcochos de las instituciones humanas. Pero si uno lee La ciudad de Dios y trata de aprehenderla como un todo, en vez de quedarse solo con las frases más escandalosas, emerge una película cuyo tema central es otra cosa: la esperanza anclada en el amor. Sería difícil algo distinto de un discípulo de Pablo de Tarso.

¿Pero qué puede tener que ver el amor con esas descripciones descarnadas? Todo, pues. El amor, dice Pablo, todo lo espera, pero también todo lo soporta. Su esperanza no está basada en falsas ilusiones o meras proyecciones del deseo propio sobre el otro. Eso no sería esperanza, sino espejismo. El amor, en cambio, se dirige a la verdad del otro. A la realidad sin adornos ni cuentos. A la firme, porque se quiere al otro por lo que es, y no por lo que uno quisiera que fuera. Pero también porque se desea su bien, y entender los caminos hacia ese bien pasa por ubicar correctamente las coordenadas del ser que se ama.

Agustín convoca, entonces, no al fatalismo, sino a la amistad con la realidad de las personas -partiendo por uno mismo- y el mundo. Eso significa no esperar peras del olmo, pero sí del peral. Y aprender a mirar con cariño a los demás, en tanto creaciones de Dios con un alma trascendente. Esa asociación amistosa, el ordo amoris, es el horizonte que termina dibujando el obispo de Hipona -cerca de Calama- como un mundo de relaciones humanas corregido por la gracia divina.

Estas lecciones son valiosas para la política. Raymond Aron dice en algún lado que cuando los revolucionarios se dieron cuenta de que los proletarios no eran ángeles, sino meros seres humanos, terminaron tratándolos como animales. Frecuentemente nos vengamos en el otro de ilusiones que le colgamos. No hay nada más peligroso, advertía Roger Scruton, que los optimistas sin escrúpulos.

Ahora, este verano, cuando todos desean la amistad de Gabriel Boric, cuando hasta sus bostezos son alabados, vale la pena una pausa agustiniana. No podemos honestamente desear el bien de su gobierno si no enfrentamos el desafío de descolgarle nuestras falsas ilusiones. Boric mismo ha pedido algo así, pero le devuelven adulaciones a su “maravillosa humildad”. Da miedo pensar en el futuro de tanto halago.

Por otro lado, el propio Boric y su gabinete, que incluye varios de sus amigos, deberían dedicarse a observar con cariño la verdad del país que llegan a gobernar. Nuestras élites políticas jóvenes son generosas en personas que parecen despertar cada día tristes porque Chile no es Finlandia, Nueva Zelandia o Inglaterra. Y eso puede llevarnos por ancho mal camino. Especialmente si terminan o ya están aliados con una Convención Constitucional dada a la fantastica fornicatio: la prostitución de la mente a sus propias fantasías.

¿Es la expectativa de que la verdadera esperanza le gane al espejismo una vana ilusión? Ya veremos. En todo caso, vale la pena, como Carlomagno, acompañarse de La ciudad de Dios. Si no anima, por lo menos cura de espanto.

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