Columna de Pablo Ortúzar: La opción cristiana



Existe una tradición política propiamente cristiana, pero identificarla es difícil. De partida, porque mucha gente se aproxima a ella sólo con la intención de confirmar sus prejuicios ideológicos. De ahí vienen burradas como que “Jesús fue el primer comunista” o el servilismo conservador a los poderes instalados que Karl Barth atacó en su comentario a la Carta a los Romanos.

La base de esta tradición es judía: los judíos consideran que YHVH es el Dios de Israel, pero también el señor del universo. Luego, para explicar la subyugación política del pueblo israelí en el mundo clásico, comprendieron a las fuerzas imperiales invasoras como enviadas por YHVH para castigar sus pecados. De esto se seguía una bifurcación de la autoridad: reconocían como legítima la autoridad política imperial en todo lo que no contradijera la ley divina. Así, la autoridad espiritual quedaba efectivamente separada de la temporal. Y cada vez que el poder imperial intentó sobrepasar su ámbito, el pueblo judío se levantó para oponerse, dispuesto al martirio. Todo esto con la esperanza de que algún día el Dios de Israel vendría a gobernar directamente su reino en la tierra y las naciones se inclinarían ante él.

Los cristianos son herederos directos de esta visión. Es ella la que permite entender el significado de “darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, así como el llamado a la obediencia en lo temporal de Pablo en Romanos 13. Lo que Jesús le agrega es universalidad e inmediatez: todos pueden ser parte del Reino de Dios, y ese Reino ya está, en alguna medida, aquí en la tierra. Este giro supone que el Reino de Dios no está hecho de los mismos materiales que los reinos temporales, modificando radicalmente la esperanza judía. El Dios de Israel es doblemente desnacionalizado.

Los primeros cristianos partieron de esta base para tratar de entender la dimensión política de su misión. Notaron rápidamente que el Imperio Romano ofrecía muchos bienes valiosos: seguridad, interconexión, paz y un sistema judicial. Todo esto era invaluable para el esfuerzo misionero, que debía desplazarse por todo el Mediterráneo, sufriendo muchas veces persecuciones locales. Sin embargo, al mismo tiempo, vieron que la tentación demoníaca afectaba muy especialmente a las autoridades políticas. Nerón iluminando su palacio con cristianos usados como antorcha, la destrucción del templo de Jerusalén el año 70 y el culto imperial son el trasfondo del famoso Apocalipsis de Juan, en que el Imperio es señalado como un instrumento del anticristo.

La conciencia de esta ambivalencia del poder político caracteriza la tradición política cristiana, planteando enormes desafíos teóricos y prácticos, no siempre bien resueltos. Dos inclinaciones, una más subordinada y otra más separatista, han atravesado todos los debates dentro de la comunidad de salvación. Eusebio de Cesarea y Tertuliano, respectivamente, pueden ser ejemplos de ambos extremos. La tensión dialéctica entre estos énfasis le da vitalidad al conjunto.

La idea de una división de poderes, como ha mostrado José Luis Villacañas, viene de aquí. Y también la potencia del principio de subsidiariedad. Su lógica política es la siguiente: el poder político debe ser utilizado para fortalecer las asociaciones intermedias, pues ellas serán la defensa de la sociedad contra el poder político cuando éste se vuelva tiránico. Estas asociaciones, además, son el espacio en el cual todos estamos llamados a servir al prójimo con nuestro tiempo, atención y recursos. Así, la dimensión personal e institucional quedan integradas.

Esta visión está lejos de las muchas veces distorsionada subsidiariedad chilena, que tiende a equiparar empresa privada y cuerpos intermedios, y que lo no rentable se lo tira al Estado (“para algo pago impuestos”). Dicha visión ni refuerza la sociedad ni construye diques y baluartes contra la tiranía. Tampoco forma personas: la monstruosidad materialista, ignorante, egoísta y violenta que campea hoy en Chile lo retrata. El cliente puro es puro deseo posesivo: raíz del mal.

Hoy, Chile sufre -y sufrirá por varios años más- el azote de sus descuidos y pecados. La locura de la Convención es un destilado de ellos, no un remedio. Y el poder probablemente adquirirá un rostro cada vez más tiránico. Pero durante esta tormenta y después, cuando toque reconstruir desde las cenizas de las furias actuales, lo mejor que podemos hacer es formarnos y guiarnos por la única tradición política que no acepta pactos con el diablo.

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