Columna de Ricardo Mena: Procesar el disenso: un desafío para la democracia de hoy

Diputados del Frente Amplio y el PC realizaron homenaje a legisladores víctimas de la dictadura y lucieron en el Congreso pancartas con fotografías de figuras que apoyaron el régimen de Augusto Pinochet.
Foto: Pablo Ovalle Isasmendi /Agencia Uno.


El quiebre democrático que significó el Golpe de Estado de 1973 fue la consolidación de una erosión a la convivencia democrática en Chile, en la que el sistema político fue incapaz de desempeñar una de sus funciones básicas en democracia: procesar los disensos.

La polarización, la falta de diálogo, y la violencia (simbólica, verbal, y física) de todos los sectores tratando de imponer sus argumentos, llevó a que se terminara por imponer un régimen que durante años asesinó sistemáticamente a quienes no estuvieran de acuerdo con su visión. Además de exiliar y vulnerar sistemáticamente los derechos humanos de miles de compatriotas.

Y es que, de cara a conmemorar los 50 años del bombardeo al Palacio de Gobierno, lo que debe mantenerse en el análisis es que ese día, el 11 de septiembre de 1973, Chile le dio la espalda a la democracia. Priorizó un camino de supresión de libertades, persecución de ideas y censura; todo lo contrario a lo que este sistema político promueve.

Asimismo, la transición democrática durante la década del 90 mostró serias dificultades para procesar el disenso, convirtiéndolo en el patito feo del quehacer político. Se impuso el consenso como una norma irrestricta y disentir fue visto y considerado una acción antidemocrática e indeseada. Esto desembocó en lo que algunos han denominado una “democracia incompleta”, donde se invisibilizaron las diferencias y no había espacio para discrepar. Aun cuando los acuerdos son parte fundamental de la democracia y del funcionamiento de la sociedad en general, es esencial incorporar los disensos a la vida en comunidad y abordarlos de manera respetuosa para lograr madurez democrática.

Hoy, como hace 50 años, vivimos en tiempos de alta crispación, polarización y desinformación y con la democracia en crisis institucional como corolario. Las encuestas demuestran, una y otra vez, la baja confianza en la institucionalidad por parte de la ciudadanía; los gobiernos naufragan tratando de responder a una sociedad cada vez más demandante y consciente de sus derechos, empobrecida y dañada producto de la pandemia. La ciudadanía se siente cada vez más insegura y con más incertidumbres que certezas sobre el futuro. Cada uno de estos factores han puesto a la democracia en entredicho y su modelo de convivencia social está bajo la mira.

A lo anterior se suman los procesos de digitalización cada vez más acelerados, que ponen nuevos desafíos en materias tan fundamentales para la democracia como el desarrollo de una institucionalidad ad hoc y en especial, la protección de derechos en la era digital. Así las cosas, se hace imprescindible desarrollar estrategias y normas que incorporen nuevos temas clave: medio ambiente, género, inteligencia artificial, entre otros.

Este 50° aniversario del Golpe de Estado encuentra a Chile sumido en la tendencia global de desvalorización generalizada de la democracia, resultando en una paradoja sin precedentes en términos sociales y políticos: conmemoramos la hora más oscura en la historia de Chile, minimizando el principal activo que permite construir una sociedad digna y decente.

En esta coyuntura es fundamental hacer una pausa y repensar un sistema político que logre procesar el disenso y gestionar las diferencias para incorporarlas en un nuevo contrato social. Se requieren liderazgos políticos capaces de pensar en el largo plazo y, sobre todo, que antepongan el bien del país por sobre valoraciones individuales y utilitarias. Quizá el mayor desafío que la clase política tiene hoy es ir contracorriente y anteponer las convicciones y valores democráticos apuntando a una sociedad chilena sostenible.

El principal consenso que se debe lograr como lección y consecuencia de los horrores que ocurrieron hace 50 años es que nunca más, en ninguna circunstancia y sin ningún pretexto, se debe quebrar la convivencia democrática. El consenso siempre debe procesar el disenso. Las diferencias y los líderes políticos están obligados a incorporar una nueva generación de consensos sociales, donde no se erradiquen las divergencias con violencia o se invisibilicen en pos de los acuerdos.

Esto implica entender y respetar que “todo el mundo tiene derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos”, como bien señalara el fallecido senador estadounidense Daniel Patrick Moynihan. Este principio es fundamental para construir un futuro comprometido con la democracia que se merecen las personas.

Por Ricardo Mena, Oficial de Programa para Chile y Países del Cono Sur del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional)

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