Columna de Pablo Ortúzar: Demonios

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"Lo único que puede sacarnos de esta espiral es la acción terapéutica del perdón y de la entrega. Perdón que no es renunciar a la justicia, sino al deseo de venganza. Y entrega que es hacer el esfuerzo de poner a otros antes de uno mismo. No quedarse en las propias heridas, sino abrirse a las del otro, incluyendo las de quien nos ha dañado. Desasirnos del odio para descubrir que no nos constituye, sino que nos niega", dice el antropólogo.


Una de las partes más estremecedoras de la novela Los demonios, de Dostoievski es cuando Stepán Trofímovich, el patético liberal romanticón y progresista cuyo hijo es un nihilista desalmado, tiene una visión bíblica. En ella, relaciona los brutales hechos vividos en su ciudad con el pasaje en que Jesús expulsa a los demonios de un apestado, alojándose ellos en una piara de cerdos que terminan arrojándose al mar. "Estos demonios son todas las heridas, secreciones e impurezas, todos los grandes y pequeños demonios acumulados en nuestro gran y querido hombre enfermo, en nuestra Rusia, por siglos de siglos… nosotros somos esos cerdos, y correremos apresurados y sin control a lanzarnos del despeñadero, para terminar todos ahogados".

Estos demonios señalados por Dostoievski no representan, como plantean algunos intérpretes, la mera "influencia occidental" en general. Son específicamente la aceptación de un individualismo narciso y egoísta. De un culto alienante a la soberanía individual. Son todos los males engendrados por la vanidad humana, justificados por ideologías obtusas.

Los demonios, por eso, sirve para pensar el Chile actual. Todas las heridas e injusticias de nuestro pasado y presente, grandes y pequeñas, se abrieron de una sola vez durante estas semanas. Los males de siglos nos han explotado en la cara: la violencia personal e institucional, el clasismo, el racismo, la desconfianza, los miedos y los abusos de todo tipo. Todo chileno salió a la calle a gritarles a los demás su propio dolor, a enseñarle al resto sus propias heridas. Y a cobrar venganza, simbólica o material, de los abusadores. El gobierno, en tanto, también se tomó el estallido como un ataque personal y reaccionó mediante una fuerza muda, carente de dirección política.

Uno siempre corre el riesgo de identificarse con sus propios daños. De terminar poseído, encerrado y entregado a ellos. Podemos enamorarnos de nuestro odio. Y, en medio de esta posesión, la tentación nihilista se enseñorea. Hay un deseo de muerte que puede apropiarse tanto de individuos como de colectivos humanos. El deseo del despeñadero.

Un reflejo preocupante de esto es la frialdad inhumana con la que comienzan a ser tratados hechos terribles, como la desaparición del avión de la FACH y sus tripulantes. Es como si ya no pudiéramos conectarnos con el dolor de otros, porque estamos atrapados en el propio.

Lo único que puede sacarnos de esta espiral es la acción terapéutica del perdón y de la entrega. Perdón que no es renunciar a la justicia, sino al deseo de venganza. Y entrega que es hacer el esfuerzo de poner a otros antes de uno mismo. No quedarse en las propias heridas, sino abrirse a las del otro, incluyendo las de quien nos ha dañado. Desasirnos del odio para descubrir que no nos constituye, sino que nos niega.

Sin generosidad y cariño no saldremos nunca de la situación en la que nos encontramos. No seremos capaces de construir espacios de dignidad común. De hecho, lo que ocurrirá, así como ocurrió en muchas ciudades, será que destruiremos todo en nombre de nuestro propio daño, intentando edificar un mundo a la imagen y semejanza de nuestra herida, cuando lo que necesitamos es sanarnos.

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