Cómplices



El pasado viernes la Corte de Apelaciones de Santiago rechazó la petición de poner término a la investigación en contra de Ricardo Ezzati. De esa forma, se facilitó que los fiscales puedan realizar las diligencias pendientes y eventualmente solicitar la formalización del cardenal. Se le investiga por el conocimiento y posterior ocultamiento de los delitos cometidos por el excanciller Óscar Muñoz, y de los sacerdotes Jorge Laplagne y Tito Rivera; este último, quien concedió una tan reveladora como escalofriante entrevista.

Traigo este episodio a colación, ya que como en varias otras denuncias o hechos que nos sorprenden y conmueven, el paso del tiempo tiende a naturalizar la ocurrencia de los mismos, de igual forma que se va mermando nuestra atención y capacidad de asombro. Tanto algunos de sus protagonistas, como el ciclo mediático de las noticias, y también los ciudadanos y las audiencias, siguen de manera proporcional el mismo patrón: primero la rabia e indignación por lo sucedido, a continuación el reclamo por medidas drásticas y ejemplificadoras, para después entrar en una suerte de letargo, donde el tiempo contribuye al olvido o al menos a mermar la urgencia e importancia que tienen estos temas.

Detrás de todo abuso hay siempre una asimetría de poder, sea ésta de genero, edad, laboral, económico social o por la autoridad, profesión o actividad del victimario. Y aunque no es distinto a lo que ocurre con la Iglesia en general y los sacerdotes en particular, lo que si es especialmente grave es el mal uso de la confianza que se entrega en un tema tan trascedente para muchos, como es el de la espiritualidad. Más allá de las críticas que pudieran hacerse por una fe a ratos infantilizante o una entrega con ausencia de todo sentido crítico, eso no cambia el miserable hecho de que los depositarios de esa confianza, en su calidad de mejores intérpretes de la voluntad de Dios y, por lo mismo, a quienes suponemos una mayor virtud o bondad en sus actos, terminen justamente aprovechándose de esa seguridad para abusar y silenciar a sus víctimas.

Y es todavía peor, ya que, al igual que en los casos de violencia de género, al dolor y frustración propias del abuso, se agregan ahora la culpa y la vergüenza. La culpa por una entrega a ratos incondicional que contribuyó a esa vulnerabilidad, y la vergüenza por la incomprensión de tantos que los juzgan con desdén, como asignándoles a las víctimas alguna responsabilidad por lo ocurrido.

Son cómplices no solo quienes ocultaron lo hechos, sino también aquellos que nos desentendemos o no hacemos lo suficiente para que estas prácticas no caigan en el olvido, manteniendo viva nuestra indignación y sentido de la justicia.

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