Deliberación digital

A menor nivel de ingresos hay una mayor predilección por Facebook, según los resultados del estudio. Foto: Getty Images


La imprenta permitió, entre otras cosas, la divulgación masiva de la Biblia, cuya disímil interpretación llevó a la reforma más importante que registra la historia de la Iglesia. Algo similar ocurrió después con las rotativas o la prensa, donde la vasta publicación y difusión de periódicos facilitó la creación de una nueva clase social y la primera noción de lo que hoy conocemos como opinión pública. La radio acrecentó definitivamente ese efecto, cumpliendo una función decisiva desde la primera mitad del siglo pasado hasta nuestros días. Con la llegada de la televisión, muchos pensaban que era el fin de la historia, la que después potenciada por las comunicaciones vía satélite, dio inicio a un período de globalización que nos hizo ver el mundo de otra forma. Pero todo aquello, tanto en influencia como magnitud, pasaría a ser una pequeña anécdota con el desarrollo de internet.

En efecto, la era digital pulverizó una estructura que por más de dos siglos dominó la comunicación de las elites, los técnicos, las empresas y el Estado con el resto de la sociedad. Un esquema que contemplaba un intermediario entre una fuente experta y la ciudadanía, transformando a la prensa en los traductores oficiales del poder y, a poco andar, convirtiendo a los medios de comunicación en un poder en sí mismos.

Todo eso quedó en el pasado cuando las personas comenzamos a tener herramientas para escribir nuestra propia historia, para opinar, denunciar y dudar de las versiones oficiales sobre los hechos. La extensión del fenómeno digital nos transformó a todos en reporteros e influenciadores, los que premunidos de un celular pudimos diversificar exponencialmente las fuentes de información, al punto que nunca más fue posible controlar qué, dónde y cómo algo se publica. Pero esta nueva pluralidad informativa no solo multiplicó las voces, sino también hizo más asequibles los prejuicios, nacionalismos, dogmas de fe, desconfianzas, informaciones sesgadas, francamente equivocadas y la tan mentada post verdad; todo lo cual impacta nuestra percepción de la realidad.

Este es definitivamente un nuevo mundo, cuyo vértigo en las comunicaciones y relaciones –como también de sus muchos nobles usos, hasta los más perversos que podamos imaginar- nos exige un entendimiento y disposición del que todavía carecemos en lo público y privado. De nada sirve negar esta realidad o minimizar sus efectos, como todavía insisten algunos; aunque tampoco parece ser la solución, como también hacen otros, el rendirse a la corriente, renunciando a nuestra capacidad de remar o navegar. Entre esta imagen de un nuevo Leviatán y la idealización de la democracia radical, hay mucho que descubrir, aprender y trabajar.

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