El envío del proyecto de nueva Constitución por parte de la Presidenta de la República, restando menos de una semana para que finalice su mandato, deja una profunda sensación de desconcierto, porque no resulta comprensible que lo que se suponía era una de las reformas estructurales de la Nueva Mayoría terminara siendo enviada en las postrimerías, sin consulta con los propios partidos de la coalición -algo que a la mandataria le ha valido duros reproches desde el propio oficialismo- y elaborada en total hermetismo, tal que sus contenidos recién fueron conocidos este martes.

Un desenlace de esta naturaleza resulta aún más extraño a la luz del propio proceso constituyente al que convocó el gobierno, que aun con sus improvisaciones y ausencia de una ley específica que le diera sustento, puso en marcha esta reforma mediante la realización de "cabildos" locales, provinciales y regionales, nombrando incluso un consejo de observadores y una comisión a cargo de sistematizar las conclusiones de esta deliberación ciudadana, todo lo cual parece haber sido obviado.

Parece evidente entonces que no había una genuina intención de impulsar un nuevo texto constitucional, que subsanara la ilegitimidad de origen de la actual Constitución -una de las principales razones que los detractores del actual texto esgrimen para justificar su reemplazo- y que lograra recoger el sentir mayoritario de la ciudadanía, sino más bien el afán de dejar establecido el conjunto de idearios que inspiraron el proyecto refundacional de la Nueva Mayoría, y en particular las convicciones más íntimas de la propia Presidenta de la República, que parece haber sistematizado aquí su propio ideario. Es probable que esto explique el porqué del hermetismo y el desinterés de sensibilizar previamente sus contenidos, como de las desprolijidades técnicas que varios constitucionalistas han hecho ver.

Aun cuando las materias que toca el texto propuesto son variadas, el capítulo referido a los derechos sociales es donde más claramente se ha intentado dejar la impronta de estos años, estatuyéndose varias garantías independientemente de cómo se podrían aterrizar en la práctica o ser tuteladas por el Estado. En esa perspectiva, se introduce el derecho a la personalidad; el derecho a vivir en una vivienda dotada de las condiciones materiales y del acceso a los servicios básicos; el derecho a la protección de la salud; el derecho a la seguridad social, entre varios otros. Cualquiera que sienta que sus derechos hayan sido vulnerados por otras personas o instituciones, podrá reclamar ante un tribunal de primera instancia, lo que abre una puerta para una judicialización de las políticas públicas, lo que probablemente dará pie a una industria del litigio.

Este extenso catálogo de derechos y la obligación de que el Estado los garantice, deja en evidencia las características de este ideario, que se da por satisfecho con la sola enunciación de derechos y la promoción del igualitarismo, sin atender a que dichas garantías no pueden disociarse de deberes u obligaciones fundamentales, como el uso justo y racional de los recursos públicos, y que el rol social no debe confundirse con el mero asistencialismo o el regalo sin más de recursos por parte del Estado.

Es previsible que esta propuesta constitucional no avance demasiado en el Congreso, pero probablemente será utilizada como potente arma propagandística de lo que se ha llamado el legado.