Designaciones judiciales

Hernán Larraín


Más allá de desafortunadas, las afirmaciones del ministro de Justicia sobre las designaciones judiciales tuvieron la virtud de evidenciar la urgente necesidad de preocuparnos de este tema. Existe consenso en que el sistema actual es insatisfactorio, poco transparente y en donde parecieran ser más determinantes las vías informales para acceder a quien toma la decisión, que los méritos de los candidatos.

A mi juicio, sería un error pensar que los problemas se solucionan excluyendo a las autoridades políticas del proceso de selección. Dado que los jueces, sobre todo los de los tribunales superiores, ejercen soberanía popular y adoptan resoluciones que pueden tener gran trascendencia pública, el factor político siempre debe y estará presente. El problema no es ese. El problema es que pueda designarse a cualquiera, simplemente porque es una persona afín o porque tiene los contactos adecuados.

Como puede apreciarse, no se trata de una situación original, pues tiene muchas semejanzas con la de los altos directivos públicos. Se reconoce que esos cargos deben ser de confianza de la autoridad, pero no se quiere que los pueda ocupar cualquier persona en retribución de lealtades políticas u otras similares. Con ese fin se creó el sistema de Alta Dirección Pública, para restringir el espacio de decisión política a una lista corta de personas que han sido seleccionadas profesionalmente. El sistema asegura así contar con candidatos idóneos, pero sin excluir la voluntad de la autoridad en el proceso. De hecho, en el último tiempo ha comenzado a aplicarse este sistema a los nuevos jueces tributarios y a los ambientales, lo que, con algunos ajustes, podría extenderse a todos los jueces.

En cualquier caso, resulta esencial regular las vías por las que quienes tienen que tomar la decisión obtienen información sobre los postulantes, evitando cualquier tipo de besamanos o de audiencias puramente formales, donde no hay una interacción útil con los candidatos.

El sistema propuesto funcionaría para el ingreso, pero no solucionaría los problemas que entrañan los ascensos. Siempre que los jueces, para progresar en su carrera, estén pensando en contentar con sus resoluciones a sus superiores o a las autoridades políticas, dado que de ellas depende su ascenso, se estará poniendo en riesgo su independencia, sin duda uno de sus atributos más relevantes. La solución más radical -aunque compleja, dada la cultura nacional- sería simplemente terminar con la carrera, tal como sucede en los países anglosajones. En ellos, los jueces son designados para un cargo específico, sin tener ningún derecho a ir ascendiendo al cabo del tiempo. E incluso se puede ir más allá y pensar en cargos judiciales con duración limitada, por ejemplo de 10 años, lo que haría innecesaria su evaluación periódica, otra fuente de lesiones a la independencia.

En el marco de la discusión constitucional se echa de menos un replanteamiento del diseño orgánico de la función judicial que permita superar problemas en que hay consenso sobre su existencia e importancia.

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