Día 56

Miles de personas llegan a Plaza Italia


Han pasado casi dos meses desde que miles de personas, tal vez millones, decidimos movilizarnos activamente contra el abuso y a favor de un cambio de sistema donde los derechos estén antes que la propiedad de unos pocos sobre el agua, la salud, la educación, el negocio de las pensiones, las tierras indígenas, etc.

Una parte del país (minoritaria), no comprende porque la otra parte del país (mayoritaria), reclama, protesta, toca cacerolas, marcha. Una gran mayoría, no logramos comprender el uso de la violencia ni el poder disuasivo que para algunos tiene el dañar a alguien para que piense como yo quiero. En el Día Internacional de los Derechos Humanos, en Chile una bomba lacrimógena mantiene en estado grave a una niña de 15 años. La condena por el uso de la fuerza por parte de las policías y Fuerzas Armadas contra el legítimo derecho de protesta de los seres humanos es internacional. Deberemos como país, nuevamente, tener que cargar con la vergüenza de la violación a los derechos humanos y el daño a miles de caras, ojos, cuerpos, a la dignidad. En medio de este nuevo país que despertó furiosamente, viajo al norte a conversar con un grupo de mujeres indígenas. Pertenecen a distintos pueblos originarios: aymaras, quechuas, diaguitas, lickan- antay. Algunas se empinan por los 70 años y otras se asoman recién a los 20. En esta mesa de conversación, a nadie se le ocurre imponer sus ideas. Se piden permiso para disentir, respetan las diferencias como un aporte y una vez que dicen algo entran en silencio atento. Nadie cree tener el poder de decidir quienes pueden estar sentadas y quienes no. Con paciencia, cada una espera su turno para hablar.

Hay interés en construir acuerdos, porque creen que para llegar más lejos hay que ir en grupo, y no cada una por su lado. En la cultura aymara la dualidad es fundamental, el chacha warmi, donde todo está en pareja, nada es solo, el mundo de arriba y el mundo de abajo, hombre-mujer. Entre ellos, los muertos tardan tres años en irse, el dolor por la partida se va aquietando, y cuando se van le queman todas sus pertenencias para no acumular, para dejar ir. Quien tiene un cargo, sabe que será pasajero, que renunciará a ejercerlo por mucho tiempo y además habrá que preparar a quien le sigue.

Muchas de esas mujeres viven en el altiplano, y desde allá arriba cuidan el agua que toman los que viven en la ciudad. Viven con orgullo sus costumbres y cultura, y a la discriminación feroz que les impuso el Estado chileno con la campaña por la chilenización tras la Guerra del Pacífico, contestan con sus tradiciones y su lengua viva. Ser mujer y ser indígena ha sido un castigo doble por años. Sus nietos y sus hijos están orgullosos de sus historias y de su poder. Ahora, el país tiene una oportunidad enorme para reparar las injusticias y facilitar con ellas un diálogo sin discriminación. La mesa debe crecer y dejar de ser la mesa de los mismos.

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