El diálogo en la encrucijada



Desde hace algún tiempo, y de manera por cierto legítima, la Democracia Cristiana decidió iniciar un camino propio de reconstrucción de una identidad que sin duda, después de los magros resultados electorales del 2017, requerían un proceso de reflexión y distancia. Ello, en medio de un análisis crítico de la experiencia que significó la Nueva Mayoría y, en consecuencia, de la necesidad también de redefinir para el futuro su propia política de coalición.

Fue en este escenario que el actual presidente de la tienda ha impulsado una política que ha buscado reponer el diálogo como una manera de reavivar una especie de política de los consensos, que tan valorada fue por amplios sectores en los años 90. Esa idea de los "consensos" y el diálogo ha sido, además, la razón esgrimida por los parlamentarios de esa tienda que votaron a favor de la reforma tributaria del gobierno para romper el principio de acuerdo que había sobre el rechazo desde la oposición.

Al respecto, lo primero que parece relevante comprender es que la naturaleza de esos acuerdos que tanta nostalgia generan tuvo ciertas particularidades. En efecto, esa "política de los consensos" durante la redemocratización obedeció a arreglos políticos puntuales sobre aspectos específicos entre gobierno y oposición, cuyo propósito principal fue terminar con la dictadura y, con posterioridad, dar cierta gobernabilidad al sistema en un escenario donde, además, existía la amenaza permanente del veto de la minoría por las características del sistema institucional de ese momento. Ello significó la supresión del debate de algunos temas importantes para la sociedad que habrían permitido la existencia de un verdadero modelo consensual.

En tal sentido, reinstalar la idea de "los acuerdos" como un pacto entre elites políticas, sin un debate que involucre al conjunto de la sociedad, puede ser un error, en la medida que ellos no se generen sobre la base de una política clara y sostenible sobre lo que se es y de cara a las necesidades de la ciudadanía. No hay que olvidar que en Chile la desconfianza en las instituciones ha ido en aumento y más del 50% de los ciudadanos se margina de los procesos electorales. A ello se suma, en general, una percepción de la esfera política como un espacio donde las demandas de la ciudadanía están ausentes.

Tal como nos recuerda Agustín Squella en su último libro, "en una democracia, los adversarios luchan por la hegemonía y no por el consenso, pero admiten un acuerdo básico en la existencia de conflicto, en la sustitución del enemigo por el adversario, y en el diseño y funcionamiento de determinadas instituciones para procesar los conflictos". Por cierto, ello no obsta la existencia de acuerdos básicos sobre determinadas materias que permiten la convivencia, la paz social y también la expresión de distintos puntos de vista y de modelos de sociedad. La ventaja de la democracia y de sus instituciones es justamente esa, que permite un terreno fértil para que esos debates se produzcan no en la lógica amigo/enemigo, sino que en la del respeto a la diferencia, en ausencia de vetos que limiten la expresión de formas de ver el mundo.

Dicho lo anterior, no es claro que la política de acuerdos y diálogos pueda ser circunstancial y sobre acuerdos puntuales que desdibujan propósitos y que generan fricciones no sólo con los antiguos aliados, sino que también en la propia casa, como ha quedado de manifiesto en esta votación. Se abre, además, un camino de desconfianzas que plantea dudas tanto en posteriores votaciones relevantes como la reforma de pensiones o cuál será la política de alianzas de la Democracia Cristiana para las próximas contiendas electorales.

El diálogo siempre es fructífero en política, de eso no cabe duda, pero para que ello rinda fruto debe ser producto de un horizonte claro respecto a dónde se quiere llegar y con quiénes. Esto es, a la luz de los hechos, una encrucijada que por lo pronto no tiene un derrotero claro.

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