Dificultades para cumplimiento de ley de inclusión



Una de las principales consignas detrás de la Ley de Inclusión fue "acabar con el lucro en la educación". Para cumplir con ello, entre otras obligaciones, se estableció que los sostenedores particulares subvencionados debían convertir su personalidad jurídica y que además debían acreditar ser dueños del inmueble en que funciona su colegio. Pero dadas las dificultades que se previó podrían tener para obtener los créditos bancarios necesarios para financiar la compra de los colegios, la ley contempló además la posibilidad de que Corfo actuara como aval a través de un fondo de US$ 400 millones. Ello, obviamente, bajo una serie de requisitos relativos al plazo y monto de la deuda que podrían adquirir, y a la magnitud de ésta en relación a los ingresos esperados del sostenedor, producto del pago de la subvención de escolaridad.

Lamentablemente, el diagnóstico en que se basó la ley fue sumamente impreciso. Además de que jamás se pudo acreditar la existencia generalizada de lucro, el desconocimiento llevó al anterior gobierno y a los legisladores a suponer que los sostenedores estarían en condiciones de cumplir con las diversas obligaciones. No obstante, hoy vemos que son apenas 27 los que han recurrido a la garantía de Corfo para financiar la compra de su colegio a través de un crédito bancario. Si consideramos que hay del orden de 5.800 establecimientos particulares subvencionados en funcionamiento en el país, es claro que se trata de una fracción ínfima.

Por un lado, eso puede deberse a la extensión del plazo para mantener contratos de arrendamiento, que se llevó a cabo a través de una nueva ley. Pero hay otras razones que podrían explicar que esto esté ocurriendo. Está el poco interés de los bancos, lo que no debiera extrañar, dado el debate educacional que se ha dado en los años recientes, por ejemplo, en lo relativo al CAE; más aún, si agregamos que el fondo de Corfo parece insuficiente para la totalidad de las deudas que será necesario respaldar. De igual forma, hay una serie de dificultades prácticas que no fueron consideradas en la ley de inclusión y que hablan de la torpeza con la cual se legisló: registros incompletos o inexistentes, casos de infraestructura no regularizada, producto de mejoras paulatinas que han ido realizando los colegios; avalúos fiscales poco realistas, así como los elevados costos que conlleva para un sostenedor pequeño el conseguir la documentación necesaria para solicitar un préstamo. Contrario a la caricatura que se instaló, los sostenedores no son grandes empresarios, sino que mayoritariamente profesores que administran un establecimiento pequeño, muchos de ellos en zonas rurales, y que carecen del apoyo profesional necesario para enfrentar estas obligaciones. Desde esa perspectiva, tanto la sospecha de lucro como las nuevas exigencias que les impuso la ley fueron desproporcionadas.

Con todo, esto no hace más que ratificar las dudas que, desde el principio, dejó la Ley de Inclusión, que ya ha tenido que ser corregida a través de nuevas iniciativas, y que es esperable siga teniendo problemas a futuro.

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