Dos caras de la moneda

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Foto: Agenciauno


Buena parte del análisis de las últimas semanas se ha concentrado en identificar el origen del malestar social que subyace a las marchas y movilizaciones de las últimas semanas; de igual manera también, en descubrir -que no debería ser lo mismo que contextualizar, ni menos justificar- las distintas razones de la violencia callejera.

Una parte importante de esas explicaciones tienen un origen económico social, es decir, que están vinculadas a las condiciones de bienestar material de los ciudadanos. Es así, que si pudiéramos resumir de manera grosera, son tres las principales o más prioritarias reivindicaciones que se han hecho en este ámbito. La primera vinculada al trabajo y la cuestión salarial, en la medida que una gran mayoría de las personas resiente que no le alcance para llegar a fin de mes, cifra que además se ve severamente diezmada por las deudas, pero que además es injusta pues no reconoce el valor de su trabajo y arbitrariamente desigual respecto de otros.

En segundo lugar, está la salud y el miedo a que una enfermedad o accidente puedan echar por la borda todo aquello que con tanto esfuerzo han logrado. Ya sea por el precio de los medicamentos, como también por las precarias condiciones de la sanidad pública, que es donde se "atiende" la mayor cantidad de los ciudadanos, se han transformado en una amenaza y motivo de tribulación para muchos. Y finalmente las pensiones, ya que la mayor angustia es el desamparo y la precariedad para aquel momento de la vida en la cual no puedan valerse por si mismos; transformándose, en el mejor de los casos, en una carga para sus familias.

Pero en una dimensión diferente, aunque muy relacionada, está la demanda institucional. Porque a diferencia de lo que sostienen muchos, la desigualdad económica y social es un síntoma o consecuencia de la asimetría en la distribución del poder en general y del poder político en particular. El ya extendido clamor por una nueva Constitución pudiera ser la respuesta a una desigualdad primigenia, esa que se refiere a la dispar influencia, visibilidad y capacidad para participar en las decisiones públicas. Dicho de otro modo, el mayor desapego con nuestra democracia se debe a que ésta ha incumplido su más básica promesa: a saber, que las necesidades de los ciudadanos pesen de manera similar en la deliberación de nuestros asuntos colectivos.

Si esto es correcto, y la desigualdad de ingreso o patrimonio convive con otra de carácter político institucional, lo correcto sería enfrentar ambas de manera simultánea. Y, para el caso de ésta última, y a diferencia de la primera, el valor del proceso es igual o más importante que el resultado.

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