El juego democrático y las redes sociales

Redes sociales

Más que una cuestión ontológica (aunque también importe), la gravedad del asunto es más bien práctica y radica en dos aspectos. En lo contagiosa que resulta la falsedad y en los efectos secundarios que ella genera en el quehacer político. Miente, miente, que algo queda… dicen por ahí.



El gobierno de Pedro Sánchez presentó hace pocos días el “Plan Contra la Desinformación”; un procedimiento para perseguir la “difusión deliberada, a gran escala y sistemática de desinformación, que busca influir en la sociedad con fines interesados y espurios”. Como es de esperar, la iniciativa ha crispado los ánimos y mientras algunos consideran que se intenta crear un “Ministerio de la Verdad”, otros acusan un “ataque a la democracia” y una estocada a la libertad de prensa.

Dejando de lado el debate sobre la pertinencia de un plan como el de Sánchez, es importante hacerse cargo del efecto que genera la desinformación y las llamadas fake news en la salud de las democracias. Conviene tener en cuenta que las falsedades se difunden seis veces más rápido por Twitter que la verdad y que solo en Chile, a marzo de 2020, el número de publicaciones en redes sociales había aumentado 53% con respecto al mismo mes del año pasado.

Más que una cuestión ontológica (aunque también importe), la gravedad del asunto es más bien práctica y radica en dos aspectos. En lo contagiosa que resulta la falsedad y en los efectos secundarios que ella genera en el quehacer político. Miente, miente, que algo queda… dicen por ahí.

Por otra parte, la presión de los ciudadanos a través de las redes sociales es de tal nivel, que ya es casi un lugar común oír que nuestros políticos bailan al ritmo de Twitter o Facebook y que actúan de cara a una galería que los mira a través de la pantalla de sus teléfonos móviles, más que de cara a sus propias convicciones o al bien común.

Un cambio de tal envergadura nos obliga a repensar el rol que cumplen los ciudadanos, los resguardos de la democracia y la necesidad de una educación adecuada a los tiempos. El juego político, que obviamente debe jugarse en sede política, requiere de jugadores adecuados y parece claro que nadie fue capaz de prever el impacto que estos cambios tendrían en el tablero.

Para que una persona pueda adoptar posiciones morales y políticas –y de cualquier otra índole–, es imprescindible que pueda pensar por sí misma. En este sentido, el desarrollo del pensamiento crítico aparece como una herramienta necesaria para el correcto ejercicio de la libertad, y puede considerarse como un elemento relevante en el desarrollo y sostenimiento de la democracia. Esta última requiere ciudadanos acostumbrados a la deliberación racional y al debate abierto, basado en una argumentación lógica y en el testeo racional de las posiciones en juego. No en una batalla de likes o hashtags.

Por otra parte, problemas complejos como los que enfrentamos hoy exigen establecer relaciones entre elementos o hechos que aparentemente no tienen conexión entre sí. Requieren de ciudadanos que superen un enfoque fragmentario y tengan una visión integradora, donde las relaciones y la influencia entre las partes juegan un rol clave.

Por último, la elaboración de ideas debe anclarse sobre una base sólida. La exigencia de estándares de claridad, exactitud, precisión, pertinencia y profundidad, entre otros, son imprescindibles para un debate intelectual adecuado. Dicho en fácil: no basta con “decir algo”. Toda intervención debe estar correctamente fundada, sustentarse en un desarrollo lógico coherente y ser testeada con puntos de vista disímiles.

Estas competencias, habilidades o actitudes contribuyen al desarrollo y sostenimiento de los valores democráticos y permiten pensar en una democracia y una ciudadanía diferente, con anticuerpos que eviten el contagio con el primer virus de populismo o demagogia que se encuentre en las redes sociales.

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