El legado del 11/S: un nuevo orden mundial

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A dos décadas de los atentados en Nueva York y Washington, Estados Unidos no solo no consolidó su hegemonía mundial, sino que su ofensiva contra el terrorismo terminó minando su liderazgo y dejó el campo abierto para el ascenso de China.



Condoleezza Rice, la entonces consejera de seguridad nacional de Estados Unidos, aseguró hace 20 años que los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington marcaron el verdadero fin de la Guerra Fría. Y adelantó meses después que era probable que estuviéramos llegando “a una era donde el mundo no se verá más afectado por la rivalidad entre las grandes potencias”, una donde estas promuevan “un interés compartido en lugar de un interés en el conflicto entre ellas”. “Una era como ninguna otra”, concluyó Rice. Su visión se sustentaba en que ante el temor de que lo sucedido esa soleada mañana de hace dos décadas en Manhattan diera inicio a un periodo de ataques terroristas masivos, tanto Occidente, así como Rusia y China, decidieron llevar a cabo un frente común con Estados Unidos en la condena contra el terrorismo islamista.

Parecía que la guerra entre estados quedaría en el pasado, porque los enemigos eran ahora grupos paraestatales, que incluso podían operar en forma independiente al interior de los estados, usando armas no convencionales y dispuestos a sacrificar su vida en los ataques. Las lógicas de la guerra del siglo XX no respondían a las exigencias de las nuevas amenazas. “¿Cómo enfrentar a terroristas que no defienden una nación y están dispuestos a sacrificar sus propias vidas para matar a estadounidenses?” planteaba entonces el vicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney. Y al ser la principal víctima de los ataques y la nación vencedora de la Guerra Fría, ese país se alzaba como la potencia hegemónica mundial. El Presidente George W. Bush intentó definir el nuevo orden en su discurso ante el Congreso el 21 de septiembre donde dividió a los países entre “aquellos que están con nosotros y aquellos que no lo están”.

Existía consenso que el mundo había cambiado definitivamente. La percepción de estabilidad y consenso internacional que se había instalado tras el derrumbe de la Unión Soviética una década antes se desplomó junto a las Torres Gemelas. El nuevo mundo obligó a reforzar la seguridad, especialmente la seguridad en el transporte aéreo a niveles no vistos hasta entonces y las agencias de inteligencia que habían perdido protagonismo tras el fin de la Guerra Fría volvieron al primer plano. Todo ello llevó a Estados Unidos a concentrar su atención, sus esfuerzos y sus recursos en la nueva guerra contra el terrorismo anunciada por el Presidente Bush y en las operaciones militares, primero en Afganistán y luego en Irak. Y de paso, Washington emprendió una cruzada para democratizar Medio Oriente, convencido de que era el camino para contener las amenazas islamistas.

Veinte años después, el mundo es muy distinto al que muchos pronosticaron entonces, algo de lo que da cuenta la edición especial que hoy publica La Tercera. Es efectivo que el despliegue militar y de inteligencia de Estados Unidos permitió que no se haya producido en estos años otro gran atentado en suelo estadounidense. Además, no solo el líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, fue abatido una década después en territorio paquistaní, sino que su misma organización dejó de ser la amenaza que parecía representar en los días posteriores al 11/S. Y los objetivos de Bin Laden -recogidos en documentos obtenidos en Abbottabad en 2011- que apuntaban a una gran ola de ataques terroristas en Estados Unidos, un levantamiento de su población contra sus líderes y el retiro de ese país de Medio Oriente no se cumplieron. Hoy, aunque no ha desaparecido, la amenaza del terrorismo islámico está lejos de ser la primera preocupación mundial.

Como señala el analista Moisés Naím a este diario, la reacción de Estados Unidos tras los atentados implicó altos costos para ese país. Si bien logró -a la luz de los datos- contener la amenaza terrorista, terminó en el proceso hipotecando su liderazgo mundial y produciendo un mundo multipolar sin ninguna potencia hegemónica clara. La salida de Afganistán y el regreso de los talibanes al poder no solo es una trágica coincidencia, sino reafirmó lo ya visto tras el retiro de Irak. Intentar imponer un sistema político sin tener en cuenta las lógicas y dinámicas locales está condenado al fracaso. Más aún si en ese proceso los valores en que se sustenta Estados Unidos, como el respeto a la libertad y los derechos individuales, termina poniéndose en duda. Episodios como las torturas en la cárcel iraquí de Abu Ghraib o los ataques con víctimas civiles tuvieron un alto costo.

Sin duda el mundo actual no solo es fruto de lo sucedido ese 11 de septiembre de 2001. La crisis financiera de 2008 o la actual pandemia han moldeado también el presente. Pero lo que no está en cuestión es que la respuesta de Washington contra los atentados del 11/S y su convicción de que tendría al mundo detrás, terminó desviando la atención del hecho más decisivo para el orden mundial de las últimas décadas, el ascenso de China. Mientras Washington concentraba sus esfuerzos en sus guerras fuera de sus fronteras y aumentaba su déficit a niveles históricos, Beijing se posicionaba como actor central en la política mundial. De ser la sexta economía del mundo en 2000, hoy ocupa el segundo lugar y amenaza al primero. Y si bien Estados Unidos sigue siendo la principal potencia del planeta, está lejos de ser el actor hegemónico que algunos preveían hace dos décadas.

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