El pueblo como noción política



El pueblo es una realidad difícil: no se deja fijar como una cosa. Pero es ineludible.  Usualmente se encuentra quieto y cabe discernir en él aspectos o componentes. Irrumpe, empero, y emerge como fuerza colosal. Entonces su presencia total es más que sus componentes. En la ebullición, demandas sectoriales acumuladas alcanzan un estadio superior. Problemas determinados de grupos identificables dejan de importar y aparece un poder inmenso que afecta al sistema político entero.

El pueblo goza como de una vida propia. En la normalidad la tensión entre él y las instituciones se halla atenuada. Si la tensión se acrecienta, en cambio, es el tiempo de la crisis. Cuándo o cómo emergerá el poder inmenso de un pueblo en ebullición es imprevisible; también hasta dónde llegará.

El pueblo es, a la vez, fuente de significado y amenaza.

Las experiencias populares de participación, de lazos de solidaridad y pertenencia, brindan un tipo de plenitud específica, distinta de la que puede vivirse en sede privada. Esas experiencias de sentido acontecen de diversas maneras, según el grado de inmediatez que adquiera la participación. En el extremo de intensidad e identidad, el pueblo puede descomponerse en la horda sin distancia, donde todos los límites caen y ya no hay tampoco dirección posible; algo como lo que ocurrió en Haight-Ashbury en el Verano del Amor. La experiencia popular intensa deviene política y se discierne de la horda romántica cuando posee dirección.

En un orden político en forma la intensidad de la experiencia popular logra ser conservada en prácticas y maneras institucionales: en políticas sociales y territoriales capaces de producir integración efectiva; en modos de participación comunitaria; en un contacto estrecho de ciudadanos y autoridades. Se pierde, en cambio, esa capacidad y el orden político decae.

En la incapacidad de articulación popular radica la miseria del liberalismo más extremo, que concibe a la sociedad como agregación de individuos separados, coordinados por el mercado y un Estado eminentemente gendarme. Esta concepción no puede comprender la situación de modo político, en la precisa medida en que excluye al pueblo. Se cierra así a una dimensión de plenitud y es incapaz de abordar el problema básico de la producción de legitimidad. En el estreñimiento de esta concepción, enquistada en el gobierno, radica, precisamente, una razón de su incapacidad política, palmaria en la crisis.

La política está llamada a reconocer la totalidad dinámica del pueblo y conducirla. Una comprensión consciente de este llamado es condición de una política que no soslaye una dimensión fundamental de la plenitud humana, a la vez que no quede simplemente entregada irresponsablemente a su ebullición; de una política capaz de integrar republicanamente a una fuerza que cuando es negada o abandonada a sí misma amenaza volverse destructiva.

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