En defensa de los cuicos



Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

Se ha apoderado del país una moda “anticuica”. La nueva etiqueta consiste en devaluar todos sus pesos y medidas. Es verdad que ya había operado una transformación, incluso a nivel auditivo. Las viejas voces nasales bajaron a hacerse guturales, lo cual nos habla, literalmente hablando, de un preocupante deterioro de la vocalización prestigiosa. Cualquier oído más o menos fino admitirá que eso por sí solo ya constituye una catástrofe.

Las elites son, de alguna manera, inmunologías de una sociedad. Pensar que se pueda prescindir de ellas es tan ingenuo y ramplón como creer que se tengan que conformar única y exclusivamente por vía meritocrática. Porque lo que llamamos méritos a menudo no son más que estándares fosilizados, que tienen la gracia de ser clásicos, antiquísimos, perennes, pero también la desgracia de no percibir la difusa aparición de emergentes estándares, esos por los cuales el mundo se refresca de algo indefinible.

Un genio como el poeta, dramaturgo y propagandista Bertolt Brecht lo entendió y explicó en su pieza El círculo de tiza caucasiano, obra magnífica que hace años pudimos ver montada por el Teatro Nacional Chileno, nuestro Berliner Ensemble.

Una revuelta, gritos, incendios, guerra civil en una lejana región del Cáucaso. Los corruptos mandamases huyen despavoridos. Un niño que apenas camina queda abandonado, es el hijo de los gobernantes. Entre las ruinas del palacio la cocinera Gruche lo encuentra. Es mala época para hacerse cargo de este heredero indeseable. Ella, que ha sido víctima toda su vida de los poderosos, ¿tendrá que ahora, en medio de una revolución, arriesgarse para salvar a uno de sus vástagos? Sin embargo, la cocinera se decide a “acuicarlo” y lo que sigue es un viaje épico, una odisea, para ponerlo a buen recaudo, lejos, muy lejos, allende las montañas.

Como suele ocurrir pronto se restablece el viejo orden. Reaparece la potentada madre biológica del niño. Exige a la cocinera que se lo devuelva. Es un heredero cuyos bonos están al alza nuevamente. Ambas madres, la biológica y la sustituta, comparecen ante el juez local. El juez decide someter a las contrincantes a lo que podría llamarse una prueba de fuego, una ordalía. Traza un círculo de tiza y pone en el centro al niño. La que jale más fuerte y lo atraiga hacia sí se lo quedará. Ambas se disponen. La madre biológica gana. ¿Por qué lo soltaste?, preguntan a Gruche. Porque no quise hacerle daño peleando por él, responde la cocinera. Ah, juzga el juez, ha quedado claro quién es la madre verdadera de este príncipe. La madre es la cocinera porque fue ella la que ha sabido cuidar aquello que había que desdeñar, lo ha dejado ir antes que hacerle daño.

La pregunta será en qué consiste el trabajo, pues Gruche lo ha llevado más allá de los estándares laborales: ¿es una aristócrata del espíritu? La única dignidad es la del amor que es el cuidado. Y claro, el trabajo es un mérito misterioso.

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