Es la eficiencia, estúpido



Mario Ybar es abogado.

Resulta indudable que, para ricos y pobres, el mundo actual es un mucho mejor lugar para vivir que cualquier otra época de nuestra historia.

Ello no es fruto de que actuemos guiados por el principio de amor por el prójimo en mayor medida que nuestros predecesores, sino de que hemos aprendido a hacer las cosas de una manera más eficiente: producimos más y mejores bienes y servicios a un menor valor que antes. Así, con el mismo trabajo, una persona puede acceder a alimentos, vestuario y vivienda, en condiciones que sus antepasados no pudieron.

En esa misma línea, contra la opinión de la mayoría, tengo pocas dudas de que la pobreza subsistente tiene mucho más que ver con el desprecio de las clases dirigentes por el valor de la eficiencia, que por su indiferencia con la desigualdad.

Sin embargo, nuestra sociedad y Chile en particular parecen haber aprendido poco de este éxito histórico y siguen viviendo en una obsoleta disyuntiva entre una abstracta idea del bien, perseguida por la izquierda, y la libertad, propiciada por la derecha, como fundamento de las políticas públicas.

Precisamente, porque ni los incentivos morales por los que apuesta la izquierda tradicional, ni la búsqueda del propio interés que históricamente ha promovido la derecha, resultan suficientes en el mundo real para promover el bienestar, y peor aún encierran el germen del totalitarismo y la anarquía, es que una sociedad que se nutre de la eficiencia como guía para sus políticas públicas, ofrece un marco donde compatibilizar libertad, igualdad y crecimiento económico.

La eficiencia no es un invento de tecnócratas sin corazón. Como dice Heath, “es un valor noble y humanista íntimamente relacionado con una serie de otros valores que apreciamos, como la diversidad cultural, el respeto por los derechos individuales y el alivio del sufrimiento”. Por lo mismo, en nada debe extrañarnos que las sociedades que más guían sus políticas públicas por la eficiencia sean las que exhiben mayores niveles de bienestar general y de respeto por los diversos tipos minorías.

No estoy sosteniendo que la eficiencia deba ser el único criterio para decidir cómo organizar nuestras instituciones sociales. Ciertamente, puede ser deseable sacrificar eficiencia si el incremento marginal en términos de igualdad lo justifica (pero ojo, la bondad sin números se parece mucho más a la estupidez que a la bondad). Asimismo, hay conductas que, aunque ineficientes, no pueden prohibirse a sujetos de derecho en ejercicio de su libertad. Esos son precisamente los límites que corresponde trazar en un estado de derecho al poder ejecutivo y legislativo de turno.

Dicho todo lo anterior, hay que decirlo con letras mayúsculas: desde hace un tiempo, y particularmente desde la revuelta social, hemos vivido un asalto frontal y transversal a este principio de eficiencia, agresión que muy seguramente ha hipotecado de manera irreversible nuestras posibilidades de desarrollo.

Es ineficiente bajar el impuesto al diésel que corrige las externalidades asociadas a su consumo (daño en medio ambiente, calles y carreteras, y mayores tiempos de traslado); es ineficiente endeudarse para dar ayuda social y entregar gratuidad universitaria a los que no lo necesitan; es ineficiente no cobrarle las autopistas a quienes las usan (tanto como lo sería eliminar los medidores de agua y luz de las casas); es ineficiente negarse a firmar tratados que mejoran las condiciones para vender lo que producimos bien y comprar lo que producimos mal; es ineficiente convertir en consumo el ahorro forzoso de cuatro décadas, desatando una inflación que afectará principalmente a los que ya no tienen nada que retirar; y más lo es que se le entregue una exención tributaria a los que sí disponemos de remanentes en nombre de una supuesta empatía.

Todavía me cuesta creer que una coalición que llegó a ser parte de mi definición identitaria, y que durante décadas desafió con creatividad el catenaccio que ejerció la derecha contra la eficiencia en nombre de la libertad, daría así la espalda a los sectores que sabe más vulnerables para ganarse el aplauso de una auto-percibida clase media. Todos esos pesos que van a los que no lo necesitan tanto son pesos que no llegarán a los niños del Sename, a nuevas líneas de metro, a programas de reinserción o al combate al narcotráfico.

Esta nueva izquierda, que bien los historiadores del futuro podrían denominar la “izquierda austriaca”, ha llegado incluso a abrazar la identidad libertaria. Del ¿Por qué debo pagar impuestos por mis retiros? y ¿Por qué me obligan a ahorrar para pensiones?, los ¿Por qué no permitirme vender mis órganos o trabajar bajo el sueldo mínimo? están a la vuelta de la esquina. Los extremos se juntan, eso también lo enseña la historia.

Necesitamos de gente dispuesta a terminar con el circo y a pensar el futuro. Que vuelva al camino de la técnica para diseñar políticas más eficientes (pero también igualitarias) y que quiebren huevos en materia de seguros de salud, rentas vitalicias, vivienda, infraestructura pública y tantos otros ámbitos que ruegan por soluciones más inteligentes que las actuales.

A fin de cuentas, para alcanzar el desarrollo se necesita una derecha sensata, y para no volver a ser un país pobre requerimos de una izquierda juiciosa. Lamentablemente, por muchas décadas no tuvimos lo primero. Mi esperanza es que aún estemos a tiempo de volver a tener lo segundo.

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