El escudo de la ciudad

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En su cuento "El escudo de la ciudad", el escritor judío Franz Kafka narra la construcción de la Torre de Babel y reseña como al comienzo existía orden y calma. Nada inquietaba respecto del porvenir. Sin embargo surgieron elucubraciones en cuanto a que si una generación no terminaba la obra, las nuevas generaciones demolerían lo adelantado, para recomenzar. Ello restó energías, surgiendo disputas que culminaban en peleas sangrientas.

Como en el cuento de Kafka, a partir del alza de los pasajes del Metro de Santiago, grupos organizados iniciaron un movimiento de protesta llamando a evadir el pago del pasaje, el que mutó en una desbordada violencia causando graves destrozos materiales a la infraestructura del principal medio de transporte de Santiago. El Metro ha sido siempre nuestra propia Torre de Babel, la obra inconclusa de diversas generaciones y el símbolo inequívoco de inclusión social en una sociedad cada vez más segregada. Sin embargo a diferencia del cuento de Kafka, el Metro no generaba disputas ni peleas. Era nuestro orgullo. Un espacio público que aportaba no solo conectividad, sino que cohesión ciudadana.

Lamentablemente lo ocurrido tiene a su vez un correlato en el funcionamiento institucional del país. Hay en este estallido social -y también delictual- mucho más que una protesta por alzas de precios o la conducción de este y otros gobiernos. Insistir en una mirada parcial sólo agrava la crisis. Lo acaecido desnuda la magnitud del fracaso de la política y la paulatina erosión del estado de derecho.

La incomprensión de la importancia de la actividad política por parte no ya de la ciudadanía, sino que de quienes ejercen dicha actividad, cataliza el fenómeno. En lugar de contribuir a generar espacios de diálogo democrático, optan por una lógica destructiva en la cual alimentan las sospechas y la división ciudadana. Algunos usan una estrategia camaleónica adoptando el discurso que aparece como apropiado a la comprensión popular. Esto se manifiesta en proyectos de ley de impactante populismo penal y en la pretensión que los fallos judiciales reflejen la sensibilidad pública y no las reglas legales o constitucionales.

En democracia la demanda ciudadana es legítima e incluso necesaria. La violencia no lo es y disfrazarla de desobediencia civil es un negacionismo implícito que sólo busca justificarla. Por lo mismo al igual que otros disensos, debe reconducirse hacia formas pacíficas de expresión, siendo  indispensable el diálogo político en la esfera y lugar que le es propio, el Congreso Nacional.

Cuando como afirma Hannah Arendt, dejamos de vivir en un mundo común en el que las palabras poseen una significación incuestionable y "nos garantizamos unos a otros el derecho de retirarnos a nuestros propios mundos de significación", el paso hacia el totalitarismo está a la vuelta de la esquina.

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