Fenómeno cultural

daniela vega
Vega (al centro en la foto) desfilará hoy a las 23 horas. Foto: AFP


El éxito de Una mujer fantástica es único e incomparable en la historia de nuestro cine. Las razones, intuyo, no son necesariamente cinematográficas. Lo esencial fue la capacidad de Sebastián Lelio para sintonizar con las corrientes emocionales y valóricas de un país que, no lo olvidemos, hasta hace poco se escandalizaba con la homosexualidad de José Donoso. Ni hablar de Gabriela Mistral: sus acólitos hicieron lo posible por tapar el sol con un dedo.

La cinta, a su vez, alcanza notoriedad mundial sin mencionar, ni siquiera de refilón, el Golpe, tópico que hasta ahora era casi la única carta de presentación del cine chileno en el extranjero. La de Lelio es una obra anclada a la identidad sexual, la movilidad de los cuerpos y la libertad de los imaginarios, temas de punta en todo el mundo. Gran parte del fenómeno se debe a la nominación al Oscar, pero hay algo más profundo, como si el país necesitara una historia adulta y privada, distante de los casos mediáticos (el hijo de Larraín, los curas abusadores, el infierno de la dictadura). La suya es una realidad más cotidiana, al mismo tiempo que subterránea.

Una mujer fantástica transmite una sensación de verdad que parece anterior al cine, en buena medida porque eligieron a una actriz transexual, Daniela Vega, en lugar de una actriz que hiciera de transexual. Es otro gran acierto que potencia el efecto de honestidad, como si se disiparan las fronteras entre realidad y ficción.

En el plano fílmico, sin embargo, las virtudes de la película decaen. Buena intuición, pobre desarrollo. Los personajes no evolucionan ni se transforman mucho. Y los con más aristas son laterales. El de Pancho Reyes es rico en términos simbólicos, pero muere nada más empezar la película: se trata de un hombre que tuvo una familia, se divorció, está enamorado de una transexual y no tiene mayor rollo con el juicio público. Los otros son el cuñado de la protagonista, que en un breve pasaje hace chocar las buenas intenciones con su dignidad; y Luis Gnecco, el más tolerante de la familia del difunto. El resto es de una sola pieza: muy buena ella, muy malos los demás. En realidad, Marina (Daniela Vega) lucha, a la manera de un cuento de hadas, contra toda la sociedad: un médico, una policía y los familiares de su pareja, encarnaciones del conservadurismo, el clasismo, los prejuicios y la intolerancia.

Las grandes películas nunca son maniqueas. Tampoco aquellos personajes que recordamos justamente por su ambigüedad, su doble fondo, su vigor persuasivo incluso cuando mienten o asesinan. De algún modo, en el cine el bien siempre gana, pero antes del final nos maravillamos con aquellos caracteres en los que la bondad coexiste con el mal.

Aunque nada de eso ocurre aquí, esto no debiera ser impedimento para que la cinta siga triunfando en el exterior. El Oscar suele tomarle el pulso a su época y reivindicar causas nobles, y en estos ámbitos el filme de Lelio sin duda que conectó.

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