Fraudes bancarios: distinción necesaria

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Los fraudes bancarios no son nuevos.  Han existido desde que se crearon los bancos y, lo más probable, es que seguirán presentes, más allá de los cambios y las innovaciones tecnológicas en curso.  Por ello es clave que las prácticas y las regulaciones se hagan cargo de esta realidad, particularmente en lo que se refiere a la asignación de responsabilidades entre instituciones y clientes.

En esa perspectiva, resulta fundamental efectuar una distinción entre las funciones que cumplen los bancos como depositarios de dinero, valores o títulos y las que desempeñan en el ámbito de los pagos y las transacciones.

En el primer grupo de funciones, los bancos son completamente responsables de preservar los dineros o títulos que reciben de sus clientes.  Ello ocurre, por ejemplo, con las cuentas de ahorro, los depósitos a plazo y la custodia de títulos. También ocurre o, más bien, ocurría antiguamente con las cajas de seguridad.  En todos estos casos, las instituciones financieras son responsables frente a sus clientes si se produce algún siniestro, como un ataque a sus bóvedas u otras instalaciones.

Sin embargo, la situación es muy distinta en el ámbito de los pagos y las transacciones, particularmente en aquellas perfeccionadas con cheques, tarjetas o medios electrónicos.  Ello por dos razones principales.  Primero, porque éstas suponen la emisión de una orden no presencial del cliente, lo que abre espacio para la intervención de terceros con fines delictivos.  Y segundo, porque los pagos deben fluir con la rapidez exigida por las actividades comerciales y económicas, lo que conlleva inevitablemente riesgos, que se pueden reducir y acotar, pero no eliminar por completo.

También es importante notar que las responsabilidades en este ámbito son necesariamente compartidas.  Los bancos deben establecer y actualizar permanentemente los sistemas y los protocolos internos que permitan minimizar la comisión de delitos.  Por su parte, los clientes deben ejercer los cuidados necesarios en la gestión de sus cuentas e instrumentos.  Ello supone, entre otras cosas, cuidar bien el talonario de cheques y los plásticos que reciban del banco y manejar con la debida reserva las claves de seguridad.

La ley de cuentas corrientes ha reconocido con sabiduría este principio por casi cien años, al señalar que la pérdida por un cheque falsificado será asumida por el banco o el cliente, según sea la culpa o descuido que les sean imputables.  Para despejar toda duda, la mencionada norma agrega que la responsabilidad será del cliente si su firma es falsificada y no es visiblemente disconforme a la que consta en los registros del banco.  Este es un principio que debe ser aplicado y mantenido en todas las transacciones bancarias, incluidas las materializadas con tarjetas o por medios electrónicos.

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