Gobernar es educar

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Gerardo Varela, ministro de Educación.


El Mineduc viene dando señales de decadencia. El ingeniero comercial Eyzaguirre y la asistente social Delpiano, no eran verdaderamente conocedores de los complejos asuntos involucrados en la educación. Ambos llevaron la conducción de las reformas a los límites de la banalidad.

Recuérdese la frase de cortesano rico de Eyzaguirre sobre los patines; o su condena clasista a lo que entendió como el arribismo de los angustiados y esforzados apoderados de colegios subvencionados.

Repárese, ahora, en la reforma a la educación superior recién aprobada, que, sin criterio justificable, priva a las casas de estudio, por diversas vías, de recursos necesarios para la investigación y la docencia de calidad -destruye lo que en muchos casos se estaba haciendo bien-; y concentra, además, sin el exigible cuidado republicano, el poder de control sobre el pensamiento universitario en manos del gobierno, dejando así, en definitiva, a la libertad del espíritu acentuadamente bajo la lógica político-partidista.

Lo esperable era que Sebastián Piñera se tomara con especial atención el nombramiento del ministro de Educación. Hay quien piensa que no, que la disputa, aprobadas ya las reformas, está perdida y ahora se trata de nuda gestión.

Una tal renuncia importaría comprometer el destino de la educación chilena.

Pasa que se necesitan reformas a la enseñanza básica, media y superior; mejorar drásticamente el apoyo a la investigación en ciencias y humanidades; simplificar de manera decisiva la creciente burocratización en la que se viene sumiendo a la educación producto de abstrusas directrices ministeriales; elevar sustantivamente la calidad de la docencia en todos los niveles. Eso, dentro de un contexto en el que se vele por la división republicana del poder educativo entre el Estado (que en Chile casi coincide con el gobierno) y la sociedad civil.

Sin esas reformas no podremos ponernos al día en el inveterado atraso en el que se encuentra nuestra educación, y que nos desliga a todos (de colegios pagados y libres, de universidades del Cruch y nuevas, sin lucro y lucrosas) de las naciones con sistemas educativos avanzados. En ellos no solo la calidad y los recursos destinados a la enseñanza y la investigación son mucho mayores, sino que existe una esmerada preocupación por mantener dividido el poder educacional, sin extremar la injerencia del gobierno de turno.

Dicen que hay que conocer para opinar y, por cierto, a diferencia de los que se van, el ministro Varela tiene la posibilidad de enmendar, mostrar sus capacidades políticas y su compromiso con una educación de calidad, libre e integradora. Hay que, empero, decirlo: no pocas de las afirmaciones de Varela como columnista lo hacen entrar al cargo bajo un escrutinio y exigencias que, no es de extrañar, se adelantaron.

Habida cuenta de su perfil, huelga preguntarse: ¿en qué estaba pensando Piñera al nombrarlo? Una posibilidad sería: en incendiar la pradera; en ponerle a la muchachada radicalizada de las universidades alguien de ideas tan prístinas como las de ella y que gane el mejor. Quizás los estudiantes se merezcan algo así. En su momento fueron, ciertamente, incapaces de reconocer la sofisticación en el ministerio y rechazaron brutalmente a alguien preparado, como Beyer.

Probablemente haya otras razones y la subordinación de Varela al programa es un buen augurio. De todos modos: con el nombramiento de Varela, Piñera tienta el destino. Parece querer probar que tenía razón, volviendo a la carga, a enfrentar el discurso político de la izquierda con alguien destacado en la gestión y altas capacidades de trato personal y negociación, aunque menos diferenciado en el pensamiento político.

Que la apuesta por Varela en el ministerio quizás políticamente más sensible de todos tenga sentido, exigirá de él complementar sus ideas sobre la economía y el derecho con nociones propiamente políticas. Además de la cuestión de los muchos recursos que hoy faltan para mejorar la calidad, Varela deberá estar atento a los principios políticos de la división del poder y la integración nacional, solo sobre cuya base puede, de una parte, operar un sistema de educación de calidad, republicano e inclusivo, y, de la otra, articularse una argumentación pertinente, capaz de hacer luz y -de ser bien planteada- convencer al pueblo.

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