"Gratuidad: la mañana después..."

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Escuela de Ingeniería de la U. de Chile.


En políticas públicas se suele llamar "efectos no deseados" a las consecuencias no previstas de una acción del gobierno. Estas consecuencias pueden ser favorables o positivas, cuando apoyan los objetivos de una política de formas no imaginadas por quienes la diseñaron, o neutras, cuando los efectos adicionales no mejoran ni empeoran la situación de base, o negativos, cuando las políticas públicas causan resultados que disminuyen el bienestar de los destinatarios de esas políticas.

Con la gratuidad ya en su tercer año, y desde mayo pasado consagrada por ley permanente y no solo por glosa en la ley de presupuesto, cabe preguntarse por sus efectos o resultados. Esta pregunta es especialmente apropiada dado que la gratuidad no se introdujo en el gobierno de la Presidenta Bachelet para mejorar el acceso de los alumnos de menores niveles de ingreso familiar, ni para expandir el acceso en general, ni para "emparejar la cancha", ni para mejorar las tasas de retención y titulación oportuna. En realidad, la gratuidad no tuvo ningún objetivo práctico, sino que se instaló como un imperativo ideológico o moral: si la educación superior es un derecho, tiene que ser gratis. Esta condición de la educación superior, una cuestión de principios, era anterior e independiente de cualquier beneficio utilitario que la gratuidad pudiese tener, además.

Si luego este derecho universal a la educación superior gratuita hubo de ser limitado a cinco deciles, y luego seis, de estudiantes matriculados solo en algunas instituciones, fue por lo del "realismo sin renuncia" de Bachelet en 2015. El principio mantenía su vigor, pero los recursos fiscales no alcanzaban para todos. Alcanzan para 330.000 de los 1.200.000 estudiantes que tiene el sistema.

Si la gratuidad en educación superior no es la consagración de un derecho universal a la educación superior, incondicionado por barreras económicas, entonces ¿qué es? Es necesario examinar sus efectos para entender sus propósitos y evaluar sus costos y beneficios. Aunque aún es temprano para formarse un juicio acabado sobre los méritos y defectos de esta política, asoman ya algunas cuestiones que merecen monitoreo.

La gratuidad es, en parte, un dispositivo de control de precios de las carreras de pregrado en las instituciones participantes. De este dispositivo resulta el problema de déficit presupuestario, que afecta en mayor medida a las universidades de mayor calidad, en las que el costo por estudiante es más alto que el arancel regulado (monto máximo de arancel que paga el Estado) dispuesto por el gobierno. Pero también los límites a la gratuidad perjudican a las instituciones cuyos alumnos en mayor proporción tienden a terminar sus carreras después de la duración teórica de los planes de estudio, porque la gratuidad solo alcanza a la duración teórica de una carrera. En este sentido, la gratuidad es un incentivo a la retención y titulación oportuna.

En el peor de los casos, el déficit derivado del arancel regulado llevará a deterioros en la calidad de la docencia (efecto negativo no buscado), así como el límite del financiamiento estatal asociado a la duración teórica de la carrera podría crear un incentivo para diluir exigencias académicas para aprobar asignaturas, o bien, cargar a las instituciones el costo de financiar a esos estudiantes (efectos negativos, ambos).  La comisión de expertos que propondrá los aranceles regulados podrá quizás resolver el problema del déficit presupuestario, si calcula aranceles suficientes para cada tipo de institución y carrera, pero la cuestión de la duración del beneficio requiere una reforma de la legislación.

 ¿Aumenta la gratuidad el acceso? No es un objetivo declarado de la política, pero podría ser un resultado no previsto de carácter positivo. Según datos del Ministerio de Educación, en 2016, de los beneficiarios de la gratuidad ingresados a primer año, 15% no habría ingresado sin la gratuidad. No conocemos cómo el Ministerio calculó esta cifra, pero es plausible: jóvenes que optaban por no matricularse por inseguridad sobre si recibirían becas fiscales, optan por hacerlo ahora que la gratuidad es para ellos un derecho y no un beneficio.

Sin embargo, la cuestión el acceso nos pone frente a un caso especial de los efectos negativos no deseados, que son los llamados efectos paradójicos, donde la política causa un resultado contrario a lo que ella parece buscar. Algo de esto podría estarse dando con la gratuidad.  Es sabido que la principal inequidad de la educación superior chilena es la diferencia en acceso entre el quintil 1, de 29%, y el quintil 5, de 54% (CASEN 2015). Esta brecha es aún más amplia si se mira solo a las universidades más selectivas, porque los jóvenes de quintil 1 se concentran en CFT, IP, y universidades no selectivas. Ahora bien: para aumentar el acceso del quintil 1 y 2 es necesario expandir las vacantes ofrecidas, pero la gratuidad impide esa expansión de cupos, al limitar el crecimiento en matrícula a 2,7% anual. La gratuidad introduce una especie de congelamiento de los cupos disponibles, y con ello, del acceso de los más desfavorecidos a educación superior.

Hay otras cuestiones que ameritan estudio en los años por venir: la concentración de beneficiarios en las universidades menos selectivas y de menor calidad (medida por la acreditación), derivada de la ausencia de requisitos académicos para la gratuidad, la carga fiscal de la gratuidad que deja sin financiamiento otras necesidades de desarrollo del sistema, como el financiamiento a la investigación, o el potencial efecto de desplazamiento ("crowding out") de estudiantes de bajos recursos por parte de estudiantes de clase media que se quedan con las plazas más apetecidas del sistema, ya documentado para Chile luego de la expansión de las ayudas estudiantiles en 2012.

En suma, la gratuidad, que parece tan igualitaria a primera vista, puede llevar aparejada sorpresas en sus efectos no deseados, incluso contraproducentes con respecto a sus potenciales efectos de expansión de oportunidades educacionales.

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